Editorial. 8 de marzo

Las diversas infancias, criadas en contextos socioculturales dispares, tienen un núcleo común: se desarrollan bajo el paraguas del patriarcado, que ha atravesado todos los sistemas culturales y socioeconómicos, caracterizado por establecer las relaciones humanas de forma piramidal, donde el pico es ocupado por hombres-varones blancos, occidentales, de clase media-alta, y la base por mujeres y niños y niñas, no blancos, no occidentales y de los estratos sociales más desfavorecidos. En medio, una red de relaciones humanas que se colocan entre la resistencia y la aceptación de las ideas patriarcales: la división del trabajo por razones de sexo, la atribución de los cuidados al sexo femenino, la atribución de grandes decisiones políticas y económicas al sexo masculino, las relaciones entre hombres y mujeres marcadas por la sexualidad o la dependencia, etc.

Por lo tanto, es evidente que el colectivo profesional que se ocupa de la educación de la infancia está muy feminizado. En nuestra sociedad son muchas las razones que han llevado a considerar los valores relacionados con la feminidad como los más apropiados para la educación infantil, y los valores culturales considerados propios de la masculinidad como los que deberían predominar en la educación de los chicos y chicas a medida que crecen. El desprestigio de la mujer desde su entrada en el mundo laboral, y el menosprecio, o, en el mejor de los casos, desinterés sistemático de las administraciones por ocuparse del respeto de los derechos de la infancia, han provocado este feliz encuentro de dos colectivos que necesitan hoy más que nunca reivindicarse. Esta feminización de nuestro colectivo es una gran fuerza para acoger esa rebeldía necesaria como motor para continuar defendiendo los derechos de ambos.

Los profesionales que se ocupan de la educación infantil pueden contribuir a la desmembración del patriarcado, aún sabiendo que su acción ha de ser complementada por otras instancias sociales. En los primeros años de vida ofrecemos a la infancia un modelo de cómo pueden ser la sociedad y las relaciones humanas. Por ello, se hace necesario reflexionar sobre los roles que asumimos, los cuentos que contamos, las películas que vemos, los juegos a los que jugamos, etc., para poner en valor aspectos desvalorizados por el patriarcado, como los cuidados, y reducir los ejemplos en los que las personas cumplimos roles de género.

Las personas dedicadas a la educación debemos tener una mente abierta para acoger a las niñas y niños tal como son, tal como se sienten y sin que nos influya la tradicional visión de género. Educadoras y educadores estamos para acompañar a las criaturas en el desarrollo de sus capacidades a partir del reconocimiento de la diversidad, también de la diversidad afectivosexual, así como de la crítica a las desigualdades para superar el sexismo.

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