Escuela 3-6. Contar cuentos. Una capacidad humana desde un enfoque creador

Cada uno sabremos contar aquellas historias con las que hemos conectado emocionalmente: un cuento tradicional; lo que nos ha pasado o hemos conocido, visto o leído y nos ha impactado; un recuerdo, una anécdota de nuestra infancia o la de otros que nos ha sido contada. Y lo haremos sin la pretensión de hacer un espectáculo, porque somos creadores, pero no necesariamente artistas. Contar es un fenómeno de comunicación en la intimidad para el que todos estamos dotados, y dado que todos somos diferentes, todos comos de manera diferente y perfecta, sin necesidad de aprendizaje.

Mi abuela Amparo era toda bondad y tristeza. Tenía el pelo completamente blanco y vestía de negro de los pies a la cabeza. Viuda desde muy joven, y con limitados recursos económicos, había aprendido a desenvolverse en una sobriedad absoluta. En la habitación donde vivía, aislada en su propia casa, consecuencia de un drama familiar que mi hermano y yo compartíamos durante los veranos –el drama y la habitación–, reunía sus escasas pertenencias. Carecía de cualquier detalle superfluo. Austera en su forma de vivir, como lo era en su forma de vestir, lo era también en cualquier otro aspecto. Recuerdo cómo, a la hora de merendar, abría la oscura alacena donde guardaba casi todas sus cosas, siempre cerrada con llave, y nos entregaba un pequeño racimo de uvas y un trocito de pan a cada uno, con los que nunca conseguíamos matar el hambre.

Y tal y como era, nos contaba cuentos. Se sentaba en el borde de la cama con uno de nosotros a cada lado, carraspeaba de forma característica como si se aclarase la garganta, aunque esto lo hacía a menudo durante el día, aun cuando no fuera a hablar –pobrecita, luego supimos que tenía un cáncer de laringe que acabó con ella– y comenzaba con un «Pues veréis…».

Siempre nos contaba la misma historia. En la vida no tuvimos necesidad de otra. No sé de dónde la había sacado, ahora pienso que de alguna película que pudo ver, aunque yo no tenía noticia de que hubiera ido nunca al cine. Era una larga historia de dos niños muy pobres y un perro (yo lo imaginaba gigantesco y blando) con el que juegan todo el tiempo, los acompaña a todas partes, los saca de apuros y terminan todos los días durmiendo juntos. El padre, para poder comer, se ve obligado a venderlo a un viajero que se encapricha con él y se lo lleva muy lejos. Los niños no recuperarán su alegría hasta que el perro, al cabo de casi un año, y después de múltiples peripecias y cientos de kilómetros, consiga evadirse y vuelva con ellos.

Foto: Miguel Castro

Con las manos entrelazadas en el regazo, apenas se movía. No ponía distintas voces a los personajes de la historia que nos narraba. Nos miraba a los ojos a uno y a otro, y estábamos tan cerca, tan pegados a ella, que, aunque apenas hacía gestos, podíamos anticipar cuándo estaba a punto de contar algo divertido, sorprendente o de mucha pena, y entonces nos preparábamos para lo que pudiera venir, sonrientes o atemorizados, y ella continuaba con una fugaz sonrisa en los labios que tan solo a esa distancia podíamos percibir.

Era la más fantástica contadora de cuentos –del cuento– que pudiéramos desear. Estába­mos anhelando poder pillarla en algún momento en el que no estuviese atareada para que nos contara. La queríamos, nos quería, y cuando podía nos contaba. Y era como si nos abrazara con su historia.

Mi otra abuela, Enriqueta, era andaluza y coincidía con nosotros quince o veinte días del verano en el pueblo de mi bisabuela. Bajita y gordita, también enlutada y con el pelo blanco, sonreía todo el tiempo, pero si reía lo hacía con todo el cuerpo, sobre todo con la barriga. Nunca se podía saber exactamente qué era lo que hacía, pero hacía cosas sin cesar y era difícil encontrarla quieta. Y como era, nos contaba, y nunca era lo mismo. Inútil intentar prever lo que podía pasar. Como no se detenía en ningún lado, la seguíamos por la casa para oírla mientras pululaba y cogía cacharros que posaba para cogerlos otra vez y dejarlos en otro lado; se ocupaba en esto y lo otro y enredaba con lo de más allá, mezclaba y tergiversaba los cuentos hasta dejarlos prácticamente irreconocibles, y de pronto nos atizaba en la cabeza con lo que tuviera accidentalmente en las manos, pues repentinamente se había girado y se tropezaba con nosotros, que íbamos detrás. Aparecían y desaparecían personajes en cualquier sitio, introducía coplillas y emitía sonidos imitando a los más extraños animales. Era la más fantástica contadora de cuentos que pudiéramos desear. Nos quería, la queríamos, y estábamos deseando que nos contara lo que quisiera cuando quisiese. Con sus historias nos abrazaba y nos llevaba en volandas.

Jamás se nos pasó por la cabeza compararlas. Imposible llegar a pensar que una era preferible a la otra. Eran las dos maravillosas. De modo que cuando estábamos con ellas la mejor era aquella a la que primero pudiésemos pedir: «Abuela, cuéntanos un cuento.»

Encuentro en mi experiencia de niño el núcleo de mi pensamiento actual en relación con los cuentos y los contadores de cuentos. Entiendo ahora que contar es un fenómeno de comunicación en la intimidad para el que todos estamos dotados, y dado que todos somos diferentes, podemos contar todos de manera diferente y perfecta, sin necesidad de aprendizaje.

Sin embargo, sabemos del desvanecimiento de la trasmisión oral desde hace décadas. Las razones son conocidas. El despoblamiento de las zonas rurales y la transformación de la forma de vida en las ciudades; la irrupción de los medios de comunicación; la tecnología y la industria del ocio en todos los hogares; la invasión masiva y excluyente de las imágenes desde la publicidad, y en especial desde el mundo editorial destinado a los niños y las niñas; la reducción de la familia y la anulación de vínculos entre generaciones –los niños en la escuela y los ancianos en los geriátricos–, etc.

Foto: Miguel N. Acera

Ante el paulatino desconocimiento de los cuentos tradicionales y la desaparición previsible de ese aspecto de la cultura, hubo un tiempo en que se gestó una reacción. Desde el mundo del teatro se asumió voluntariosamente la tarea de recuperar un remoto legado que se perdía.

Actrices y actores, aficionados y profesionales, comenzaron a acudir a las escuelas para devolver a los niños su tiempo de escuchar historias. Y casi de forma paralela y sin pensar demasiado en ello, se difundía la idea de que contar cuentos es un arte.1

Ahora esta idea está extendida y encuentro por todas partes la opinión compartida de que para contar bien un cuento es ineludible mantener la atención del que escucha poniendo distintas voces a los personajes de la historia; sorprender en un momento dado con la aparición de algún objeto preparado con antelación; saber moverse y detenerse; hacer el gesto adecuado para transmitir una emoción determinada… Saber actuar, en definitiva.

He sido testigo de las diferentes reacciones que se producen cuando un viernes por la tarde la asociación de familias de una escuela contrata a alguien para que vaya a contar cuentos por las clases o en el salón de actos. Suele tratarse de personas jóvenes que quieren ser actores o actrices y que están en posesión de algunos de los recursos necesarios para contar ante un numeroso público infantil, por lo general masificado y alborotado. Y es por ello que suelen ser tomados como modelo. De manera que personas que siempre han contado cuentos en clase o en casa pueden llegar a dejar de hacerlo, pues se comparan y terminan por pensar que se trata de una capacidad de seres especialmente dotados y que ellos jamás podrán hacerlo así.

Otros deciden aprender y, entre la oferta del mercado de cursos de fin de semana, encuentran la respuesta a sus necesidades. En la práctica he podido observar lo funesto del tipo de aprendizaje que emprenden quienes trabajan en el ámbito de la educación. No es posible en un fin de semana adquirir lo que solo se consigue al cabo de los años. En cualquier profesión, alcanzar la madurez precisa tiempo, pero llegar a ser un buen actor o una buena actriz pienso que solo se logra tras perseverar durante muchos años de trabajo y esfuerzo. De un curso de fin de semana de enseñanza, alternada con improvisaciones y propuestas de juego, se regresa con tan solo algún aprendizaje fijado, aquel en el que se puso especial interés, entre otros muchos difíciles de asimilar en tan poco tiempo.

La primera vez en la que se me presentó la oportunidad de apreciar lo anterior fue con motivo de la invitación que una maestra de educación infantil me hizo para acercarme a su escuela –le había dado clases en la Universidad de Cantabria en la que fui profesor de Literatura Infantil, y después nos habíamos mantenido en contacto–. Yo sabía que todos los días contaba sentada en la alfombra, con los niños y las niñas en torno a ella. Pero ese día permanecía de pie frente a ellos. Contaba los mismos cuentos que ya le había oído en alguna otra ocasión, pero esta vez tenía presente algo aprendido: debía moverse para retener la atención y mantener la escucha el tiempo que estimase necesario, y en efecto se movía mientras contaba. Comenzó, como ya he dicho, de pie, pero con las piernas exageradamente abiertas y las manos en las caderas; algunos segundos después –unas pocas frases–, flexionaba las rodillas, apoyaba las manos en ellas y se inclinaba hacia delante acercando más su cara a los niños; entonces giraba la cabeza a derecha e izquierda dos o tres veces como para dirigirse a todos y cada uno de ellos, y volvía a la posición inicial para volver a agacharse, girar la cabeza y levantarse, reiniciando la misma secuencia de nuevo, una y otra vez, hasta finalizar el cuento. También pude percibir el mismo gesto repetido tantas veces como se agachaba y parecía mirar uno por uno a todos, mientras abría todo lo posible los ojos, como si se mostrase sorprendida o tal vez espantada.

Aquello parecía una especie de clase paupérrima y reiterativa de gimnasia. Y sobre todo era desconcertante la ausencia de toda la riqueza de gestos y movimientos que había apreciado en ella en otras ocasiones. Los niños se divirtieron, desde luego, se miraban entre sí sorprendidos, se daban codazos y se tapaban la boca tratando de no reírse ante lo extraño del comportamiento de su maestra, pero del cuento pude comprobar que no se habían enterado en absoluto.

En otra ocasión asistí a la actuación que un alumno de la escuela de magisterio en la que yo trabajaba ofreció en el aula magna. Su espectáculo se llamaba Magi-Cuentos, y se trataba de una sesión de cuentos aderezada con trucos de magia. Comenzaba con el «Había una vez…» y acompañaba a cada personaje, si por un camino oscuro encendiendo en el aire un cigarrillo que había hecho aparecer de la nada, si compraba algo pagando con las monedas que le extraía al propio vendedor de las orejas. Y lo mismo que hacía aparecer cualquier cosa podía hacerla desaparecer. Todo el mundo estaba atentísimo, pendiente de lo que hacía, pero al día siguiente, en clase, pude comprobar que casi nadie era capaz de evocar algo de lo que había contado.

Y conocí a quien, contador entusiasta de los cuentos de Las mil y una noches, convencido de la necesidad de incorporar, como le habían enseñado, algún objeto para hacerlo aparecer por sorpresa y atraer así las miradas sobre él en momentos de distracción, tuvo una feliz idea. Se hizo con una larga banda de tela y comenzó un día a narrar con ella entre las manos. La idea era ir enredando la tela mientras contaba para provocar la curiosidad de niños y niñas, y de esta manera tenerlos pendientes del relato hasta que, llegando al final, la banda estaría perfectamente enrollada y transformada en un turbante, que mi amigo se pondría en la cabeza como cualquiera de los protagonistas de su historia oriental. Pero la cosa no salió como esperaba. Estaba nervioso, no se conectaba con lo que contaba, entretenido con la dichosa tela. Los niños y las niñas percibieron lo que pasaba y comenzaron a inquietarse, y esto le hizo embarullarse más todavía, con lo que terminó con un inverosímil tocado en la cabeza, que encima le tapaba un ojo, y con una algarabía mayúscula en la clase.

Se han creado tantos impedimentos para contar que hoy parece ineludible tener que manejar algunos objetos o enseñar ilustraciones. Tomé conciencia de ello una noche en que iba a cuidar a un niño. Lloraba, pues no quería que su madre se marchara, y yo trataba de convencerlo de que lo íbamos a pasar fenomenal. Entre la oferta que le hice estaba la de contarle cuentos. Esto pareció interesarle algo, porque me miró entre disgustado e incrédulo y gimoteando me preguntó: «¿Pero vas a contármelos con la boca?». Quedé desconcertado, le dije que no entendía cómo iba a contárselos si no era con la boca, hasta que comprendí que se refería a contárselos sin un libro de por medio. Ya no se les cuentan cuentos a los niños: se les explican las imágenes del libro. Los adultos, desposeídos por el consumo, no se atreven a contar sin libros de imágenes, y niños y niñas ya no pueden imaginar –elaborar sus propias imágenes mentales–. Quedan reducidos a meros consumidores de las imágenes de otros. Apenas pueden oír cuentos en boca de un adulto cercano que permitan la escucha, un acto eminentemente creador, durante el cual se interpretan los sucesos fantásticos de la historia narrada, se asocian con experiencias, emociones, objetos, sujetos…, y se crean las imágenes singulares que cada uno necesita en cada momento de su vida.

Las ideas que nos debilitan corren más que las que nos refuerzan. A nuestro alrededor –el sistema educativo, el mercado…– se nos hace creer que todo lo que necesitamos está fuera de nosotros mismos y nos empujan a alcanzarlo –aprenderlo o comprarlo– volcados hacia fuera, acumulando objetos e ideas que nos parasitan y nos desquician. Y así cada vez estamos más empobrecidos, más lejos de lo que somos, y perdiendo toda la riqueza que teníamos y que hacía de cada uno de nosotros seres únicos e irrepetibles. Esa riqueza está en nuestro interior,
sepultada por toneladas de opiniones, creencias, compras, distracciones y engaños. Mas, que no cunda el pánico: se puede rescatar.

Todos sabemos contar en unas condiciones2 en las que sea posible recuperar nuestra condición humana, que entre otras muchas facetas comprende la de ser creadores. En primer lugar, necesitamos deseo de contar. No contar cualquier cosa, desde luego, ni a cualquiera. Deseo de contar lo que nos conmueve y a quien queremos.

Contar es hacer un regalo –entregamos una parte de nosotros mismos– envuelto en una historia.

Contar al que quiere escucharnos es dar un abrazo. ¿Imagináis daros un abrazo con un libro, de tapas duras, en el medio? No necesitamos que nadie nos enseñe nada al respecto y nos confunda. Se sabe abrazar cuando lo deseamos, a quien queremos y sabemos que nos quiere.

Imaginad que para abrazarnos, en vez de dejarnos arrastrar por el impulso que brota de nuestro afecto, se determinase un modelo que nos obligase a seguir unas instrucciones del tipo: «Acércate –sujeto A– al beneficiario del abrazo –sujeto B– lo más posible, hasta rozarle; desliza tu mano y tu brazo izquierdo por el costado derecho del sujeto B, pero cuidando de dejar libre su brazo derecho (que se estará levantando por encima de tu hombro izquierdo) y llega a tocar la parte baja de su espalda (pero no por debajo de su cintura); al tiempo, levanta tu brazo derecho –el de A– por encima del hombro izquierdo de B y alcanza también su espalda, esta vez en su parte más alta, y sin pérdida de tiempo presiona con ambas manos de tal manera que el cuerpo de B entre en íntimo contacto con el de A (o sea, el tuyo)…». En fin, se podría describir analíticamente lo que es un abrazo correcto y seguir al detalle las instrucciones, pero eso nos desconectaría de lo que sentimos.

Puede objetarse que, metáforas aparte, un cuento necesita de palabras, un lenguaje y un cuerpo que se exprese con gestos asociados a aquellas. Cierto. Pues resulta que todos contamos así. Cuando nos ha acontecido algo extraordinario de verdad, triste o alegre, que nos haya conmovido, nos ha surgido la necesidad de comunicarnos con alguien de nuestra confianza, hemos deseado contarle lo que nos ha sucedido, hemos necesitado que nos escuche. Recordad alguna situación así. ¿Qué hacía aquella persona que os escuchaba mientras le contabais lo que os había ocurrido?, ¿La notabais distraída?, ¿miraba el reloj?, ¿os interrumpía con cualquier cosa que se le pasara por la cabeza? Evoquemos el momento: por lo general, os escuchaba atenta, conectada a vuestra emoción. Porque no contabais algo que os era indiferente, sino, muy al contrario, contabais algo que os había causado una profunda sensación. Y cuando lo hacemos así, lo hacemos con una enorme riqueza de gestos y expresiones personales de manera distinta, la nuestra; nos expresamos –alejados de cualquier modelo– y nos comunicamos tal y como somos, únicos, completos y perfectos.

Todos somos diferentes, ni menos ni más que otros, incomparables; por eso contamos historias diferentes, y de diferente manera una misma historia. Y nuestra diferencia contribuye a la diversidad y riqueza del mundo.

Cada uno sabremos contar aquellas historias con las que hayamos conectado emocionalmente: un cuento tradicional; lo que nos ha pasado o hemos conocido, visto o leído y nos ha impactado; un recuerdo, una anécdota de nuestra infancia o la de otros que nos ha sido contada. Y lo haremos sin la pretensión de hacer un espectáculo, porque somos creadores, pero no necesariamente artistas.

En un espectáculo hay un público, a una cierta distancia. Siempre que aumenta el número de personas y la distancia, disminuye la capacidad de atención de cada una de ellas y se hace necesaria una actuación que tenga en cuenta estos factores, saber captar y mantener la escucha de diversas maneras, y también ampliar el gesto y proyectar la voz para ser visible y oído por todos. Se precisa de los recursos del arte escénico.

Foto: Vero Santiso

Un público considera buena o mala una actuación, encuentra genial o mediocre a una actriz o a un actor, lo ve maduro o inmaduro. En los primeros minutos puede que haya quien se derrumbe ante un público frío y quien se lo sepa ganar y levante el espectáculo. El público juzga; puede abuchear o aplaudir. Y el que recibe el juicio se defiende con su oficio, y si no lo tiene, con su cierre corporal y su inhibición, porque ha sido empujado donde no le corresponde, y se encuentra confundido.

Todos estamos sometidos a juicio –interno y externo– y sabemos lo que supone. Lo hemos sufrido durante toda nuestra vida escolar, desde la primera escuela a la universidad. Se vive como una agresión y ante una agresión nos defendemos. Podemos recordar la tensión que se nos generaba cuando nos ponían de pie en clase para responder alguna pregunta. Nos cruzábamos de brazos, colocábamos las manos en la espalda, adoptábamos una posición de cierre corporal sin percatarnos de ello y costaba que nos saliera la voz de un cuerpo clausurado de esta manera. Atrincherados, sellábamos también los caminos neuronales que nos podrían conducir a los archivos de nuestra memoria; allí encontraríamos algunas de las respuestas demandadas, pero en tales condiciones no podíamos acceder a ellas. En casos extremos, podíamos llegar a quedarnos en blanco. Al terminar el interrogatorio o salir por la puerta del aula de examen, lo recordábamos repentinamente todo, pues habíamos abandonado la posición de defensa.

No necesitamos un público para contar. Contar es un fenómeno de comunicación en la intimidad. Es darse un abrazo. Es lo que hace una madre o un padre con sus hijos, lo que hacían mis abuelas, lo que puede hacerse en una clase donde la relación entre una maestra y un grupo de niños y niñas es la propicia.

Como nos es necesario el arte, necesitamos artistas. Pero el resto del mundo, todos los demás (no importa su edad, tengan cuatro, cuarenta u ochenta años), no tienen que serlo forzosamente, ni permanecer condenados al silencio, al exhibicionismo o a una actuación mediocre y disminuida para contar.

Sin duda, se puede hacer un buen o un mal espectáculo teatral con cuentos o historias. Pero, para la mayoría de las personas, lo que nos hace falta es que se nos devuelva el conocimiento de que podemos contar sin necesidad de un modelo, sin actuar, siendo nosotros mismos. Recu­pe­rar la tradición oral, no tan solo para reconquistar un aspecto de nuestra cultura que se pierde, sino para recuperar algo que pertenece a lo que somos: capacidad de comunicación en un tiempo en que estamos cada vez más lejos unos de otros. Todos necesitamos escucharnos, contarnos. Dejar de lado las pantallas, comunicarnos de verdad, vivir, volver a nosotros mismos; regresar a casa y recuperar nuestra humanidad.

Miguel Castro, asistente del juego de las
personas y formador en Educación Creadora en Diraya Expresión, Bilbao.
www.dirayaexpresion.es

Notas
1.
Con este mismo título se publicó en 1965 un libro de enorme difusión. A esa primera edición la han seguido otras muchas hasta la actualidad.
2. Todo mi trabajo se inspira en el de Arno Stern y en las condiciones que creó en su taller en París para el juego de pintar.

 

 

 

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