Se diluye el confinamiento para dar paso a la normalidad. Una nueva normalidad cargada de oportunidades construibles bajo el cielo estival, y para revolver la rutina sin volver a lo rutinario. Puede que volvamos a la escuela revuelta por medidas sanitarias, protocolos y algún que otro desprecio político y mediático. Razón añadida, a nuestro pesar, para seguir con voz en alto argumentando nuestro valor tras unos meses en los que ha quedado evidenciada la fragilidad en la que nos encontramos.
Que los futuros protocolos sanitarios no nos tomen más tiempo del imprescindible, que lo urgente no eclipse lo importante. Estamos con la lógica incertidumbre por lo que vendrá, por cómo será la esencia de nuestra presencia, si bien debemos mirar con mucha atención hacia adelante y seguir pensando y haciendo escuela, acogiendo la situación actual como una oportunidad para construir rutas pedagógicas más coherentes y abrazar con absoluta sinceridad aquellas inseguridades que el confinamiento haya sembrado para volver a recobrar la confianza en una educación acogedora y con ternura.
Una escuela que como siempre confía en la comunidad, en una infancia poderosa y en una práctica resiliente a la situación vivida durante estos meses. Pero ya es un punto y aparte: es el tiempo de pensar en la escuela infantil.
Tiempo estival, para aprovechar las afinidades con fines comunes sin el confinamiento. Afinidades cooperantes de nuevos asientos de sensibilidad y delicadeza. Tiempo que se ha cuantificado en fases. Tiempo que se desescala, como quien vive la cuenta atrás a una normalidad que nadie conoce y que al mismo tiempo nos espera para dotarla de un significado ajeno a la ansiedad, al miedo y a la desconfianza. Volveremos con nuestras puertas abiertas con las llaves del cariño, de la seguridad, de la superación. Sin miedo, con alientos llenos de optimismo.
Ahora más que nunca, volvamos a volar como pájaros para colectivizar la danza capaz de reconstruir aquellos nidos con la ternura que define la educación infantil.
