Escuela 3-6. Peripecias poéticas en la escuela infantil

Yo he vivido en la escuela en onda poética, porque estimo los versos y estimo a los niños. La sensación de estar jugando con las palabras en todo momento es tan intensa y agradable que propongo firmemente a los maestros que se lancen a la aventura de iniciar a los niños y niñas en este mundo juguetón de los poemas, donde las palabras se enroscan en sí mismas, se esconden y aparecen con otros significados, saltan y bailan con ritmos inusuales y se visten de sorpresa, de alegría, de música, de juego, de sentimiento y de placer.

El sol hundió las manos
en la tierra
cavó hasta el fondo
y dejó
una semilla minúscula
negra como la oscuridad más oscura
como clave de sol o una duda.
La semilla brotó
fue mirlo
y voló.
Laura Escudero

Aquí van tres pequeños escritos en los que explico algunas de las experiencias poéticas que he podido disfrutar con mis alumnos. Por si alguien se anima a adentrarse en las sendas bailonas de los versos y a bucear en los fondos y las formas de su materia impalpable.

«¿Qué es el poema? ¿“Unas poquitas letras que suben y bajan”, como me dijo una niña de tres años un día? ¿“Un cuento que a veces no cuenta nada, pero canta”, como me dijo otro niño de cuatro?»
María Emilia López

Poesías a medida

En cuclillas ordeño
una cabrita y un sueño.

Glú glú glú
hace la leche al caer
en el cubo. En el tisú
celeste va a amanecer.

Glú, glú, glú. Se infla la espuma
que exhala
una finísima bruma.

(Me lame otra cabra, y bala.)

En cuclillas ordeño
una cabrita y un sueño

Miguel Hernández

Antes yo pensaba que la poesía era algo secreto, lujoso, íntimo, medio antiguo. Algo casi, casi… confidencial. Así que solo la gastaba para los amores o las penas negras. Para paladearla en el silencio de mi habitación, o para bailarla y cantarla en la soledad de mis pensamientos. Me hizo falta un largo recorrido para abrirle las puertas y dejarla correr por el campo a lo loco. Y en ese recorrido de apertura y libertad vi, por suerte, que la risa y el sinsentido caminaban justo al lado de las lágrimas y demás seriedades de la vida.

Así que me sentí invadida de nuevo por aquellas coplas de Juanita Reina que me cantaba mi abuela, por las habaneras morenas que tarareaba mi padre, por los cuentos que me explicaba mi madre y por las poesías que me leía el abuelo, que siempre me emocionaban. Y empecé a escribir poesías, pensamientos, impresiones, sueños…

Un buen día descubrí que me derramaba en aquellos papeles que guardaba cuidadosamente en una caja grande de cartón a flores rosa. Y ya me fui animando a decir y a decirme. A revelar mis secretos y a declararme amante apasionada de las palabras que me siguen y que sigo, para lograr, seguramente, escuchar en sus ecos… quién soy yo.

Digo esto a sabiendas de que hablar de poesía en estos momentos puede parecer algo fuera de lugar, de tiempo, de uso o de moda. Puede parecer un lenguaje de otra era, incluso de otra galaxia. Algo sublime y excelso, o blando, cursi, volátil. Algo tan magníficamente bello como lejano, inaccesible e impracticable. A pesar de todo, voy a hablar de poesía hoy, porque necesito contar un acontecimiento poético que estoy viviendo y disfrutando estos días en mi clase y que viene a poner en entredicho esas dudas y recelos que, a saber por qué, están presentes, de una u otra forma, en el imaginario colectivo.

El primer día de curso les dije a mis niños y niñas de 5 años que les tenía preparado un regalo, que no era un juguete, ni un caramelo, aunque servía para jugar y daba un poco de emoción y de dulzor. Les dije que lo había hecho pensando en ellos y que se lo podrían llevar a su casa, decirlo, cantarlo y jugarlo de varias maneras. Después de esta extraña presentación, les fui leyendo unos versos, en formato de cuartetas, que, efectivamente, había escrito para cada cual y que contenían unas frases que rimaban y traían consigo bromas, sorpresas e ilusorias aventuras. A la vez que iba leyendo, les iba poniendo al cuello, a modo de condecoraciones, unos medallones de cartulina en los que estaban escritas las poesías rodeadas de unos adornos muy aparentes a todo color.
Me pidieron que se las volviera a «cantar» y las tuve que leer de nuevo –dos veces más…– para regocijo de todos. Al día siguiente varios niños me dijeron que ya se sabían su poesía y salieron a recitarla delante de los demás. Volví a leerles los poemillas, con la condición de que al oírlos tenían que intentar representar aquello que decían. Ahí vi a Carla que cogió un anillo del tesoro que tenemos en clase y un vestido azul de princesa, un poco deteriorado, de la cesta de los disfraces para representar su poesía:

Carla se encontró una fresa
con un anillo sorpresa
y cuando se lo ponía…
en princesa se convertía.
A Pablo, que, a base de mímica, fue acompañando su poesía entre manotazos y gestos expresivos:

Pablo Martínez
criaba cinco delfines
y cuando hacía calor…
se lo llevaban nadando a Nueva York.

A Lúa, que salió y de la risa no pudo dramatizar nada:

Lúa se encontró un perrito
y lo llamó Huevo Frito,
se lo llevó a ver estrellas
¡pero se quería ir con ellas!

Fue un rato muy divertido. Algunos niños están memorizando las poesías de los amigos y se las dicen unos a otros en plan «dedicatoria». También hacen grupos que salen a recitar juntos –estilo coro griego– las poesías de todos ellos una por una. En el patio vi que unos cuantos niños iban detrás de otro… cantándole su poema como en una especie de manifestación. Cuando llegaban a la zona del almendro, se ponía otro delante y repetían la operación. ¡Un juego nuevo!

Han ilustrado los poemas con objetos alusivos que hemos ido recopilando y los resultados, expuestos en la clase, son valorados por todo el que los ve. Para la poesía de Carlos había un trozo de piel azulada:

Carlos tenía un caballo
lindo como agua de mayo.
Un día lo llevó a Estambul
y se le puso el pelaje todo azul.
Para la de Jesús, un pianito de juguete colgando de un hilo:

Jesús tocaba el piano
con los pies y con las manos,
un día tocó el violín
y salió olor a jazmín.

Los niños y las niñas ya conocían los ritmos poéticos a través de las nanas, las canciones, los juegos populares o las poesías que les habían leído y cantado sus padres, o mis compañeras en años anteriores… Pero lo que a mí me ha gustado es que les haya «llegado» y les haya hecho gracia este lenguaje poético tan lleno de ellos mismos, tan a su medida, tan entre nosotros, tan caserito… Y no solo porque las poesías van a ayudarlos a estructurar mejor el lenguaje, a pronunciar con más corrección los fonemas, a aumentar su vocabulario, a ejercitar la creatividad y a apreciar la belleza…, sino porque este entrar juntos en un ambiente «en onda poética» nos va a permitir, espero, compartir una afición, y pasar buenos ratos disfrutando de las historias que contienen los poemas, de sus formas, de su musicalidad. Además de que todo esto facilitará los buenos vínculos entre nosotros, porque, como es sabido, la instalación de un lenguaje común favorece el sentido de pertenencia e inclusión en los grupos.

¡Ya me dan ganas de leerles los poemas que tengo seleccionados de mis poetas favoritos! O los de los libros que ellos traigan, o los que encontremos por ahí… Y estoy prácticamente segura de que, como cada año, en un momento dado les van a venir los deseos de jugar con las palabras, y de rimar (o buscar las «palabras hermanas», como decía Chimo), de «inventar canciones», como solía proponer María, o de «entender los secretos que les dan el poder a las palabras», como comentaba Paco.

De hecho, muchas veces he tenido la suerte de escuchar los pareados que van creando mis niños y niñas. Por el gusto de buscar sonidos semejantes («Pinocho es un ocho pitimocho»). Por nombrar a los amigos («María la morena sonríe y tiene pena»). Por pura diversión («Me voy a París en un burro gris»). Como entretenimiento a la hora de comer («Si como helado me pongo muy salado»). Por el gusto de plasmar un sentimiento («He inventado una poesía, ¡qué alegría!»).

Una vez escuché una interesante charla en la que se hablaba de que el lenguaje poético no era un lenguaje como los demás, sino que tenía un punto sorprendente, porque encerraba un significado que sería interpretado de manera individual y que podía «decir» cosas distintas para cada persona, según fuera recibido en su «piso de abajo» afectivo. Se habló de que los versos eran como un surco, un camino ordenado, un cobijo al sentir del poeta, que iba sembrando sus vivencias y sus emociones en el hueco recién preparado. Yo escuchaba y pensaba en los niños. En su gusto por jugar con los ritmos y los significados, en sus probaturas para rimar, en la alegría que sienten al conseguir crear un pareado por sí mismos. En ese «estado poético» que lo invade todo cuando empiezan a captar y disfrutar de la poesía.

Porque el lenguaje poético supone soñar, imaginar, revestir de palabras los ensueños, darles formas bonitas, aires hermosos… Poner de largo las palabras de todos los días por el gusto de hacerlo, por jugar, por divertirse, por regalarse el oído, por placer. Es aquello de los trovadores, que iban contando-cantando por las casas, por los pueblos o los caminos, y que unas veces hablaban de la guerra, de la muerte o del amor, y otras de la broma, de la fiesta, del juego o de los mitos. Pero siempre cantaban, o contaban, lo más bellamente que podían, como el que da un regalo, como el que actúa un deseo que le proporciona también satisfacciones personales.
En la escuela infantil, que ha de ser para el niño un lugar de confianza, tranquilidad, aprendizaje y contacto con los demás, la poesía, juego musical y consolador donde los haya, debe acompañar siempre el crecimiento del niño para llevarlo de puntillas, y casi sin darse cuenta, desde la cuna hasta la comba.

Para que las oiga el niño, las palabras se hacen menudas y sencillas, como un parpadeo de alas de paloma.

Para que las baile el niño, las tonadas se vuelven balanceos maternos en el cocherito leré del adentro caliente.

Para que las sienta el niño, las canciones se tornan juegos, muecas y risas entre brazos seguros.

El regalo de la poesía

Muy barato,
para el nene y la nena,
estos cuentos de risa
y novelas de pena,
¡aleluyas a diez!

Vendo versos,
liquido poesía
–se reciben encargos
para bodas, bautizos,
peticiones de mano–,
¡aleluyas a diez!

No se vaya,
regalo poesía,
¡llévese esta cuarteta
que aún no me estrené!

Para la madre,
para la novia:
¡el mejor regalo
un verso de amor!

Gloria Fuertes
Leer poesía a los niños pequeños viene a ser estrenar emociones que se cuelan como la lluvia, de fuera a adentro, o que rompen de dentro a afuera como si fueran olas, dejando siempre un poso de ganas de más. Ayudarlos a formar parte del universo de las palabras es una especie de invitación, un comienzo, una puerta por la que los animamos a entrar a un lugar donde estar consigo mismos y con los demás, a través de un acuerdo revestido de vitalidad y de belleza.

En algunas escuelas practicamos el arte de provocar en los niños el deseo de escuchar, recitar o inventar poemas. A su medida, a su nivel, a su ritmo, a su gusto y al nuestro. Las primeras veces que escuchan poesía ponen unas caras muy atentas, queriendo comprender, hasta que, en un cierto momento, lo que empiezan a captar es la musicalidad, el ritmo, el doble sentido, las intangibles metáforas… Y es que en el lenguaje poético las palabras, las ideas y los sentimientos van y vuelven dando giros, curvándose, buscando sugerir, ocultar o desvelarse en un juego redondeado y lento, que no es otro que el juego de los significados y de las formas, que se niegan a salir en un solo trago, y que se retuercen, se agostan o rebrotan hasta irrumpir afuera.

Desde muy temprano los niños pueden disfrutar la poesía si se les ofrece como si fuera un regalo. Pensemos en los canturreos de las nanas, en el palabreo al sortear los turnos, en las divertidas cantinelas y sinsentidos de los poemillas que acompañan los juegos infantiles. En realidad se trata de ir acostumbrándoles el oído poco a poco, de acompañar su vida cotidiana de juegos de falda, dichos, ecos, nanas, romances, cuentos rimados…

Los niños agradecen la compañía de la voz de sus seres queridos, que les proporciona el afecto que tanto necesitan, y junto a ella asimilan el placer de la repetición, las cadencias compartidas y las bromas con que se alimenta su crianza. Y, de la misma manera que hacen con tantas otras cosas importantes, vuelven menuda la poesía y se la apropian a base de sentirla, mecerla, manosearla y jugarla.

Plantearnos acercar la poesía a los niños, como padres o como maestros, no ha de ser, pues, una tarea obligatoria o superficial, sino una especie de presente cariñoso, porque la poesía es como una germinación, una chispa de sentimiento puro, un canto, un consuelo, un cobijo, una pequeña llave que abre al niño el camino a lo desconocido, a lo simbólico y le permite ir empezando a intuir, entre ritmos y dulzuras, el mundo de la palabra, de los demás, del saber, de la cultura.

En nuestra escuela –Aire Libre, de Alicante–, la poesía ocupa un lugar privilegiado. Es un lenguaje que busca el placer, un modo de comunicarnos, de sentirnos juntos y de recrearnos escuchando los poemas de poetas como García Lorca, Pablo Neruda, Antonio Machado, Nicolás Guillén, Mª Elena Walsh, Gabriela Mistral, Gloria Fuertes y tantos otros. Esta primavera, sin ir más lejos, hemos llenado las paredes de poemas de Miguel Hernández, magníficamente ilustrados por nuestros niños y niñas, a los que hemos explicado una semblanza de su vida, sus cambios, sus ocupaciones y su triste final. Por supuesto, les hemos leído bastantes de sus versos, que han aprendido a recitar, a cantar y a dramatizar con gusto e implicación, y sobre todo hemos disfrutado diciendo con ellos sus sencillas y apasionadas composiciones poéticas.

En una de las clases de niños y niñas de 5 años, mientras la maestra recitaba Las nanas de la cebolla, en medio de un silencio muy especial, uno de los niños dijo: «A mí me pone muy contento lo que le decía Miguel Hernández a su hijo: “Ríete, niño, que te traigo la luna cuando es preciso”.» Y en ese preciso instante notamos cómo la fuerza de los sentimientos del poeta, vertida hermosamente en sus palabras, cruzaba el aire y se metía para siempre en nuestros corazones.

La «contentación»
El mes pasado me invitaron a visitar una escuela infantil alicantina en la que dos creativas maestras y sus correspondientes grupos de niños y niñas habían logrado conformar un ambiente bañado en una maravillosa onda poética, que a mí me hacía ilusión conocer y contemplar.
Por lo visto, habían estado leyendo, ilustrando y bailoteando al son de unos versos que los habían hecho disfrutar. Y resultó que esos poemas formaban parte de un poemario de mi autoría: La hormiguita colorá. De ahí que las maestras hubieran pensado en abrirme las puertas de su centro para que los pequeños conocieran de primera mano a la persona que había creado las poesías musicales y tiernas que tanto les gustaban.

Cuando llegué a la escuela –La Almadraba–, me vi envuelta por multitud de manos y de sonrisas. Algunos niños me abrazaban directamente, otros me hablaban y todos me miraban con gran curiosidad. Enseguida nos fuimos al salón donde se celebraría el encuentro y nos sentamos formando un círculo que, como un nido cobijador, contenía las emociones de todos los presentes ante el esperado momento.

Ruth y Bea, las poéticas maestricas, con gran delicadeza y entusiasmo, dijeron apenas unas brevísimas palabras introductorias y animaron a los niños a preguntarme lo que quisieran saber de mis versos o de mí.

«¿Cuántos años tienes?», fue la primera pregunta, que me sugirió explicarles que yo hace tiempo fui una niña a la que le gustaban las palabras. Las iba coleccionando en una caja blanca con flores rosa. Las tomaba prestadas de las conversaciones de la gente, de los cuentos que me contaba mi madre, de las canciones que me cantaba mi padre o de las poesías que me leía mi abuelo. Después, fui una chica que juntaba esas palabras y con ellas inventaba poesías y cuentos. Luego fui una madre que contaba historias a mis hijos y ahora soy una abuela que les cuenta relatos a los nietos. También fui maestra, y en mis clases siempre relucían los destellos poéticos y narrativos.

«Pero ¿cómo te inventas tantas poesías y tan bonitas?», me preguntaron después. Aquí les dije que a mí me nacían los versos cuando algo me emocionaba, porque las poesías se hacen con el lenguaje del sentir. Cuando te pones alegre, triste, tranquilo, asustado, emocionado… Cuando has visto algo bello, cuando tienes ganas de estar con alguien, cuando te pones a soñar y a imaginar, o cuando quieres regalar un recuerdo que simbolice tu cariño.

–Mi poesía preferida es la de «El conejito Vicente» –me dijo un niño con la cara muy alegre–. ¿Te la digo? –Y me la dijo.

Mi conejito Vicente
come sopita caliente
come hierbita reciente
y té de Oriente
y té de Oriente
y té de Oriente

–A mí la que más me gusta es «La hormiguita colorá».

La hormiguita colorá
qué salá.
Se me mete por aquí
ay, sí, sí
se me sube por el pie
che, che, che
se me cuela en el bolsillo
ay, que chillo
la hormiguita colorá
no hace ná
come azúcar come miel
y papel
la hormiguita colorá
ya se va
la hormiguita colorá
qué salá

–A mí me encanta la de «La nana de menta», porque yo me muevo mucho, como el niño de la poesía.
A la nana, nanita
nana de menta
que acompañan al niño
viento y tormenta.

A la nana, nanita
nana de coco
que la calma a este niño
le sabe a poco.

A la nana, nanita
maracuyá
que siempre va este niño
de acá pa allá.

A la nana, nanita
nana limón
que le hace daño al niño
en el corazón.

Los niños me recitaron varias poesías y yo también les dediqué unas cuantas, que ellos me ayudaron a representar en un teatrillo. La de «Zú zú zú» les gustó y me lo hicieron saber enseguida.

Zú, zú, zú
azú, azú
que a esta niña la mimas tú
zú, zú, zú
azú, azú
que a esta niña la besas tú
zú, zú, zú
azú, azú
que a esta niña la quieres tú
Zú, zú, zú
azú, azú
que a este niño lo mimas tú
zú, zú, zú
azú, azú
que a este niño lo besas tú
zú, zú, zú
azú, azú
que a este niño lo quieres tú

La de «El niño pequeño que se perdió en un sueño» también les gustó. Y a mí me gustó que les gustaran mis versos. El círculo afectivo se ensanchaba, se mecía, se ahondaba.

Érase una vez un niño pequeño que se perdió en un sueño
Corría, corría y nada veía
Miraba, miraba y a nadie encontraba
Andaba, andaba y el camino nunca se acababa.
Perdido lloró y se despertó
Llegó su mamá… ¡y encontrado está!

Entonces les pregunté qué sentían ellos cuando escuchaban o decían mis poemas.
–Yo me siento bien.
–Yo feliz.
–Yo siento emoción.
–Yo felicidad.
–Yo siento «contentación» –dijo Sara, una niña menudita y vivaracha con los ojos chispeantes de alegría.

Menudo vuelco me dio a mí al oír esta palabra tan nueva. Recién nacida para esta precisa ocasión, recién estrenada para nombrar el sentimiento de serenidad e ilusión que habían producido mis pobres y humildes versos. Recién peinada, como el flequillo de la nena que acababa de inventarla.
En el rato que estuvimos juntos, nos dio tiempo a hablar de la rima y del proceso poético en el que estaban inmersos. Las maestras me contaron que anotaban los pareados que habían empezado a hacer los niños y que, al iniciar esta andadura, eran pocos los versos que salían. Pero que ahora, pasados unos meses, no paraban de crear sus propios poemas, como me demostraron varios recitando sus creaciones más recientes.
Para ampliar su repertorio, les gasté una broma en verso que les hizo reír:
–¡Dame la caja!
–¿Qué caja?
–La que sube y baja.
Partiendo de ahí, les aclaré que las poesías podían servir para muchas cosas: para divertirnos, para bromear, para pasarlo bien, para felicitar… Lo cierto es que hicimos un buen desmontaje de la poesía considerada como algo sublime y lejano, y me alegré de colaborar en esa desmitificación.
Esta entrañable visita me reafirmó en la necesidad de habitar una cultura arraigada en la relación, el sentimiento y la vida. Y me confirmó en la idea de que hay que bañar en poesía a los niños desde el primer momento para que se apropien de ella, para que la jueguen y la disfruten, para que se sientan dueños de la posibilidad de crear, para que comprendan en vida propia que el sentir tiene un lenguaje que está muy a la mano, que da placer y, sobre todo, que produce… «contentación».

Mari Carmen Díez Navarro, maestra, psicopedagoga,
asesora a docentes, escritora de poesía y pedagogía
carmendiez.com
Youtube: Miradas que escuchan

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