Escuela 3-6. La metáfora, rasgo de la infancia

Respetuosos de la cultura de la infancia, nos abocamos a profundizar en el pensamiento metafórico, atribuyéndole notable importancia por su vinculación con la expresión creativa y la actividad espontánea de niños y niñas. Consideramos relevante adelantar parte del estudio que tuvo como propósito explorar el lugar que ocupa la producción y la comprensión de metáforas, por ser un rasgo, un lenguaje, inherente a la infancia, aunque muchas veces, por desconocimiento, ignorado por la escuela.

«Me hierve la sangre… y tengo que ocultarlo», afirmaba Ana Frank en su diario.

«Si conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo no hablarías de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!», dijo el Sombre­­rero Loco a Alicia.

Bruner alude a la circunstancia que uno debe sentirse satisfecho cuando una frase brillante –como la usada por Ana o el Sombrerero–, bien construida e ingeniosa refleja parte de nuestro pensamiento de una manera no convencional. Muy a menudo observamos que el bebé, desde sus primeros balbuceos, empieza a crear palabras, construye términos que no tienen su origen en la imitación del adulto, sino que son construcciones propiamente infantiles que nos llaman poderosamente la atención, nos asombran y maravillan, y nos permiten «atravesar el espejo» para darnos cuenta de lo que pasa con su pensamiento. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿puede el niño o la niña producir y comprender el lenguaje metafórico?

Según Malaguzzi, «el niño consigue separarse del lenguaje corriente y logra despegarse y echar el lenguaje dentro de este grumo que le permite sustituir todo lo que ha dicho […] de alguna manera coge el sentido y lo tiene dispuesto para poder ser transferido a otra parte».

Para Piaget, el pensamiento representacional facilita el desarrollo lingüístico: desde los dos años de edad hasta los siete, la inteligencia se transforma; un niño, en este período, no puede desarrollar un tipo de razonamiento ordenado y jerarquizado como el de los adultos, sino que, por el contrario, su razonamiento es transductivo, es decir, «se caracteriza por la asociación de elementos particulares, que no guardan una relación lógica y necesaria entre sí; cuando intenta construir una respuesta lo hace en función de estas características del pensamiento, no puede establecer una relación de causa-efecto desligada de su egocentrismo». El egocentrismo es la tendencia a percibir, entender e interpretar el mundo a partir del «yo».

Entre las diferentes motivaciones que llevan a los niños y a las niñas a construir palabras se encuentra, según Bonnet, la motivación metafórica. Para poder conocer el uso que realizan los niños de la metáfora en su cotidianeidad, ya sea mediante un lenguaje figurado o una narración, y cómo esta forma de expresión metafórica es parte de nuestras formas de comunicación y socialización con otros, armamos un escenario que posibilitara a niños y niñas de cinco y seis años experimentar con un retroproyector, con luces y sombras, ya que, en palabras de Vea Vecchi, «luces y sombras, transparencias y colores invitan a explorar e inventar historias en un espacio ambiguo entre la magia y la ciencia. Luz oscura y luminosa, azul, de diamante y de cuento, abandonada». De esta manera, les ofrecemos un contexto enriquecido, con materiales novedosos para ellos –una sutil combinación de texturas, transparencias, colores, imágenes, volúmenes, perspectivas– que propiciaran una experiencia multisensorial, en absoluta libertad de acción para descubrir y explorar, y que de esa forma emergiera la metáfora infantil, porque, como sostiene Malaguzzi, «el niño es un portador de teorías, competencias, preguntas y es un activo protagonista de sus propios procesos de crecimiento y desarrollo».

El eje temático que elegimos fue el mar. La consigna presentada llevó a que usaran la luz y los materiales para expresarse. Los interrogantes que planteamos –«¿cómo te imaginas el mar?», «¿podés describirlo?»– ayudaron a que fueran emergiendo de la boca de los pequeños, como mariposas agitadas de entre las flores, metáforas que a manera de instrumento psicológico transparentaron la forma en que niños y niñas estructuran el conocimiento del mundo –en este caso, el mar.

Algunas manifestaciones animistas que surgieron dieron vida a los objetos: «El pulpo abrió sus brazos y sentí que me acarició». Muy relacionado con este tipo de manifestación, apareció el dinamismo al otorgar movimiento a los objetos: «El tiburón me seguía». Cediendo paulatinamente, estas características, dieron paso a una progresiva socialización y descentración del pensamiento.

A través de la documentación, rescatamos, cual tesoro encontrado, expresiones que fluían espontáneamente dando cuenta de la riqueza y posibilidades de la narrativa infantil, construida con otros: «Son aguas oscuras, contaminadas», «Es como un remolino gigante que atrapa a los peces». De esta forma, pueden establecerse intrincadas y complejas redes metafóricas, en un macramé etéreo de expresiones entrelazadas creativamente. Para Mala­guzzi «el uso de la metáfora es hoy estrepitoso y los niños tienen muchas posibilidades de pensar, y una de las cosas más extraordinarias de los niños es que estos pueden pensar de manera plural».

Sin lugar a dudas, la metáfora es un rasgo de la infancia, de su forma de pensar, una expresión de los cien lenguajes. Implica un trabajo junto al otro, de construcción colaborativa de un mundo inteligible por medio de un conocimiento que es figurativo y lógico, de progresiva socialización, que muestra cómo niños y niñas construyen sus conocimientos a medida que organizan y reorganizan la realidad. En consecuencia, no existe una separación clara entre lo literal y lo metafórico en cuanto a los procesos cognitivos implicados, en tanto que el pensamiento ejerce la función de mediar entre el lenguaje y la realidad.

La experiencia que propusimos, de imaginar el mar a través de luces y sombras, permitió incipientemente empezar a conocer cómo los niños se expresan metafóricamente de manera natural, cómo comprenden, en clara complicidad, el uso que realizan sus pares de la metáfora y cómo pueden continuar ese diálogo narrativo, porque el símbolo que utilizan puede ser de carácter individual o social, y por lo tanto quien lo usa es portador y partícipe activo de una sociocultura. Desde muy pequeños, los niños y las niñas están en una constante búsqueda de relaciones con otras personas, con los objetos y con el ambiente, relaciones que se manifiestan para comprender las partes y el todo, para reaprender… interrogando, interpelando. Sin embargo, la escuela suele hacer caso omiso a esta actitud inquisitiva y a la vez creativa, cercenando en muchos casos el vuelo de la imaginación que da forma al pensamiento.

El educador, o quien oficie de intermediario cultural, tendría que estar atento para poder rescatarlo, para favorecer el desarrollo de la creatividad y el pensamiento divergente que lo caracteriza. Tratar de descifrar y decodificar las expresiones metafóricas de los «pequeños gigantes» sobre el conocimiento del mundo que construyen de manera singular seguramente permitirá realizar propuestas didácticas respetuosas y en sintonía con las maneras de conocer que caracterizan la cultura de la infancia.

El trabajo pedagógico con la metáfora es como un basto tesoro repleto de sorpresas, una habilidad que se entrena y que puede ser muy potente para encontrar conexiones que despierten la creatividad a partir del despegue de la imaginación infantil. Sin embargo, requiere del educador una actitud sostenida y respetuosa de observación y escucha.

Los niños y las niñas son capaces de describir los objetos y sus atributos con metáforas extraordinarias, construidas a partir de sus percepciones sensoriales –del color, el tamaño y la forma–, basadas en el movimiento, es decir, mediante metáforas sinestésicas –utilizando un sentido por otro–, o caracterizando las cosas como personas –metáforas fisionómicas–. Pueden decirnos que un «pulpo es un plato de fideos» por la similitud de su forma, o afirmar con los ojos tapados que un papel de lija áspera «es claro u oscuro». Además, pueden desarrollar metáforas más abstractas, de carácter más cultural –metáforas de tipo físico-psicológico y taxonómico–, construidas sobre las universales pero que varían según la cultura, como por ejemplo asociar el enfado con «sentir presión dentro del propio cuerpo» –idea de explotar.

De hecho, cuando Loris Malaguzzi destaca los cien lenguajes del niño y la niña, no solo se refiere al lenguaje plástico, musical o matemático en forma aislada, sino a la integración e interrelación de los diferentes tipos. Por eso, cuando un niño dibuja o construye a partir del uso de objetos –por ejemplo, una figura humana–, tiene una experiencia en relación con la identidad del ser humano. Otras veces buscará desarrollar una nueva experiencia que podrá ser espacial o topológica, o en otras usará el lenguaje y aparecerá la narrativa poética: «El dragón tiene un corazón de fuego»; «En el otoño vuelan pajaritos amarillos dorados y calientes». En estas expresiones los niños y las niñas asumen distintas posturas corporales. La metáfora no solo es una expresión literaria, sino una expresión en su máxima significatividad, porque articula los cien lenguajes sin reparar en la separación tediosa que hacemos los adultos desde la óptica de las disciplinas.

Los niños tienen cien lenguajes, cien formas de expresarse, cien, siempre cien, pero les roban noventa y nueve… atrás, muy atrás, pueden quedar rezagadas la imaginación y la creatividad, y las preguntas sofocadas por el pedido de respuestas que a través de pautas rígidas encorsetan la fantasía, mientras la capacidad de metaforizar expía débilmente su último suspiro… Sin embargo, las metáforas continúan emergiendo de niños y niñas cual mariposas agitadas de entre las flores.

Mercedes Civarolo, del Instituto Académico Pedagógico de Ciencias Humanas del Campus Universitario Villa María. (Argentina)

Mónica Pérez Andrada, docente auxiliarde la Cátedra Teorías del Aprendizaje en los profesorados de Matemática, Lengua Inglesa y Lengua y Literatura de la unvm y docente titular en envm.

 

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