Infancia y sociedad. Hagamos un lugar a la pedagogía. Más allá del retorno de la inversión y de la dominación neurocientífica

Las concepciones sobre qué conviene a los niños y las niñas, cuáles son las responsabilidades de los progenitores, cuándo han de intervenir los Estados y cuál es el sentido mismo de la primera infancia están ligadas a la historia, igual que las ciencias que lo estudian. Estas concepciones se encuentran hoy cada vez más dominadas por referencias a la neurociencia, y la educación infantil se considera cada vez más una inversión provechosa que producirá unos retornos importantes.

La consideración de los niños como el futuro de la nación y la legitimación de las intervenciones sobre las familias –especialmente las familias pobres– con narrativas de salvación no son un fenómeno nuevo. Este fue uno de los principales argumentos para establecer centros de atención infantil en Europa a finales del siglo xix y principios
del
xx (Vandenbroeck, 2006). Hoy da la impresión que las neurociencias están en todas partes en la educación infantil: encontramos referencias al cerebro infantil en documentos políticos, en publicaciones del Banco Mundial, de Eurochild, de Unicef, de la Unesco, de Save the Children, de trabajadores sociales locales y de servicios para la primera infancia. A menudo, el lenguaje sobre «creación de nuevas sinapsis», «periodos críticos del desarrollo» o «estrés tóxico para el cerebro infantil» va acompañado de un lenguaje econométrico que defiende que hemos de invertir en la educación de la primera infancia porque reportará grandes ahorros posteriores (por ejemplo, Allen, 2011). Justo es decir que muchas de las reivindicaciones de trasladar la investigación cerebral a la práctica, como las políticas educativas, no provienen de neurocientíficos, e incluso se proponen a menudo con el desagrado de los mismos investigadores cerebrales. Seguramente no es ninguna coincidencia que algunas de las críticas más serias sobre el uso de la investigación cerebral en el campo de la atención y la educación de la primera infancia provengan de neurocientíficos –pretéritos y presentes.

Resulta imposible saber en qué medida el uso de la neurociencia para conseguir atención política para que se invierta en educación infantil se basa en la credibilidad que los activistas de los primeros años otorgan a las afirmaciones de grupos de presión como el Center on the Developing Child de la Universidad de Harvard, o hasta qué punto esto es solo una fachada, porque se asume que otros argumentos –basados en la moral, la ética o los derechos– no tienen ninguna posibilidad en estos tiempos neoliberales. No solo es imposible saberlo; también es irrelevante. El resultado es exactamente el mismo: es como si todos estuviesen de acuerdo en que solo hay un argumento para financiar públicamente la atención y la educación de la primera infancia: este supuesto retorno económico. Y de esta manera, las ONG y los activistas locales corren el riesgo de que su espacio esencial dentro del debate público democrático –como parte crucial de la sociedad civil– resulte redundante.

No se trata de debatir qué evidencias hay sobre esta perspectiva puramente econométrica de la educación. La política y la pedagogía tienen que ver con lo que constituye una buena vida, con lo que es deseable. Y lo que se considera deseable no se puede derivar solo de lo que se considera verdadero. Entre ciencia y política se sitúan las opiniones éticas y morales sobre justicia social, sobre lo que es justo, ideas sobre qué constituye la dignidad humana y sobre qué es la democracia. Evidentemente –y por fortuna–, estas opiniones e ideas están lejos de un consenso. Los ciudadanos pueden tener desacuerdos profundos sobre estas cuestiones y estos desacuerdos son vitales, puesto que constituyen el núcleo de la democracia. En el neoliberalismo parece que la cuestión de lo que es deseable no es discutible: es deseable lo que es rentable. Es deseable lo que sostiene el crecimiento económico. Y esto es un tema de libertad individual y de responsabilidad individual en un sistema competitivo y meritocrático donde cada cual obtiene lo que se merece. Se asume que el mercado es inherentemente justo, y esta asunción descarta cualquier consideración ética sobre la desigualdad y la solidaridad.

La prevalencia de la narrativa neurocientífica en la educación de la primera infancia no es ajena a otras consideraciones. Va acompañada de su hermana gemela: la narrativa sobre el estado de la inversión social, sobre el retorno de las inversiones, sobre el capital humano. Esta noción de capital humano ha evolucionado profundamente hacia un concepto neoliberal de capital humano que supone unos individuos autoconscientes, autónomos, que son responsables del desarrollo y la prosperidad propios. De esta manera, el neurodiscurso y su hermano gemelo capital humano van de la mano con una imagen del niño como aquello que todavía ha de devenir un ciudadano autónomo, emprendedor, sobre todo no dependiente del Estado. Es la imagen del niño como gasto rentable. Y lo que ha de devenir reduce la educación a la preparación para la vida futura, y esto reduce el sentido de la educación infantil a la preparación para la educación obligatoria (Moss, 2013), cosa que, a su vez, queda reducida a la preparación para el mercado laboral. En esta visión del mundo hay muy poco espacio para la interdependencia, la colaboración, la solidaridad, la justicia, la democracia y la atención, conceptos tan estimados por generaciones de pedagogos, entre los cuales se cuentan Dewey, Freinet, Freire, Mala­guzzi y tantos otros.

Las concepciones neoliberales del Estado del bienestar han impulsado unas concepciones más meritocráticas de la legitimidad o la justicia social que, sin duda, se han alejado de las nociones más solidarias que prevalecían en las épocas de las reformas pedagógicas bajo la inspiración de estos pedagogos. Ha sido profusamente documentado cómo el Estado del bienestar ha evolucionado hacia un Estado del bienestar contractual, y cómo la igualdad de oportunidades ha sustituido la igualdad de resultados como principio de justicia. Dado que la neurociencia se considera indudable, y que nadie puede objetar que es mejor prevenir que curar, el discurso individualizador meritocrático sobre la pobreza que culpa la víctima es también silenciosamente y gradualmente aceptado. Este discurso meritocrático implica que la pobreza es una responsabilidad individual y que la solución es la educación –infantil– y no la redistribución. Precisamente porque el uso de la neurociencia está tan estrechamente ligado al discurso eminentemente político y ético sobre la inversión social y el retorno de la inversión, es extremadamente preocupante que estas narrativas hayan penetrado en las ong locales e internacionales y en la sociedad civil en general. En su búsqueda de causas justas –como la educación universal–, utilizan el argumento económico para hacerse escuchar por aquellos que deciden dónde invertir el dinero. Y así, al hacerlo, refuerzan la idea de que el único argumento válido es el económico y que gastar dinero público en la educación de la primera infancia solo se puede justificar por el retorno futuro de la inversión.

Muchos pedagogos han considerado la educación como inherentemente democrática. Algunos plantearon la educación como un medio para hacer justicia a grupos concretos de población, como los trabajadores de Brasil (Freire) o los hijos de campesinos y de la clase obrera en Francia (Freinet). Otros han considerado la educación como una de las formas de restablecer la democracia después del fascismo (Malaguzzi). Tienen en común la idea de que lo que pasa en la práctica diaria –organización del espacio, relación con las familias, actividades de los niños…– tiene que ver con la propia visión de la sociedad, de la educación y, por lo tanto, del propio sentido del sistema educativo. En resumen, no podemos distinguir la práctica de la política o la ciencia. Esto también está claro en el caso del neurodiscurso. El foco unívoco en los primeros años como preventivos de daños futuros (es decir, retrasos en el desarrollo) ha llevado a buscar programas basados en evidencias.

Un ejemplo notable de esto es el International Early Learning Study (Estudio Internacional de los Primeros Aprendizajes, iels) de la ocde. Su finalidad es medir los resultados de los primeros aprendizajes en los ámbitos de las habilidades cognitivas, sociales y emocionales. El estudio se presenta para ser aplicado sin ninguna concertación con los profesionales de la primera infancia de los países afectados (Moss et al., 2016), y el peligro es que, con esto, el sentido mismo de la educación infantil –y, por lo tanto, de la práctica diaria– se decide sin debate con las partes directamente implicadas. Otro peligro es que los objetivos que no están dentro de estos resultados del desarrollo son ignorados, a pesar de que ocupan un lugar prominente en los currículums de Nueva Zelanda y Berlín (por ejemplo, la atención a la gestión de la diversidad social), Bélgica (la atención por como el cuidado de la infancia puede influir en la cohesión social) y de otros muchos países. Los programas reducen el acto educativo a un procedimiento técnico, es decir, a la aplicación de unas reglas generales y universales –por ejemplo, servicio y devolución– y, así, el maestro deviene un profesional técnico. Pero el cuidado no es una cuestión técnica, y no podemos esperar que los maestros cuiden si no cuidamos de ellos.

Está claro que no se trata de sustituir el discurso hegemónico (aunque sea el meritocrático) por otra voz única. Se trata más bien de decir, con John Dewey, que la democracia es simplemente «el gobierno de la gente, para la gente y por la gente» (Dewey, 1916, pág. 303), y que, por lo tanto, no la puede dictar la ciencia, ni puede ser unívoca: «Para el educador, para quien los problemas de la democracia son reales, la necesidad esencial es hacer que la conexión entre el niño y su entorno sea tan completa e inteligente como sea posible, tanto por el bienestar del niño como por el bien de la comunidad. La manera de hacerlo, está claro, variará de acuerdo con las condiciones de la comunidad» (pág. 289).

Michel Vandenbroeck, Departamento de Trabajo Social y
Pedagogía Social
de la Universidad de Gant, BélgicaFotógrafa Clara Salido

Nota:

1. Este artículo presenta un breve resumen del libro Constructions of Neuroscience in Early Childhood Education, Oxford: Routledge, 2017, en «Con­tes­ting Early Childhood Series».

Bibliografía

Allen, G. Early Intervention: Smart Investment, Massive Savings. The Second Independent Report to Her Majesty’s Government. Londres: hm Gov­er­nment, 2011.

Dewey, J. Democracy and Education: An Intro­duction to the Philosophy of Education. New York: Macmillan, 1916.

Moss, P. «The Relationship Between Early Childhood and Compulsory Education: A Properly Political Question». En: P. Moss (ed.), Early Childhood and Compulsory Education: Reconceptualising the Relationship. Londres: Routledge, 2013.

Moss, P., et al. «The Organisation for Economic Co-operation and Development’s International Early Learning Study: Opening for Debate and Contestation», Contemporary Issues in Early Child­hood, 17(3), pág. 343-351, 2016.

Vandenbroeck, M. «The Persistent Gap between Education and Care: a «History of the Present. Research on Belgian Childcare Provi­sion and Policy», Paedagogica Historica. International Journal of the History of Education, 42(3), pág. 363-383, 2006.

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