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Es la pregunta recurrente que Izadi hace cada vez que va a casa de su abuelita y no la encuentra sentada en el sillón desde donde habitualmente la solía recibir, siempre con una gran sonrisa, un abrazo y una ráfaga de besos.
Izadi tenía 3 años cuando en el mes de septiembre su bisabuela María falleció, la abuelita, como todos la llamaban cariñosamente en el entorno familiar, fueran o no sus nietos. María falleció a los 94 años de edad, de un infarto, en la cama de su domicilio, rodeada de sus seres más queridos. Se puede decir que María, después de una larga vida y en plena consciencia, tuvo un buen morir.
Han transcurrido ya varios meses desde que la abuelita murió y, sin embargo, Izadi, cuando se encuentra frente al sillón vacío, continúa haciendo una y otra vez las mismas preguntas.
–¿Y la abuelita dónde está?
–La abuelita murió y está enterrada en el cementerio. Ya no la vamos a ver más –responde con tristeza su aita.
–¿Y por qué?
–Porque está muerta y a los muertos ya no se les puede volver a ver. Era muy mayor y se le paró el corazón
–contesta él.
Aun así, ella continúa preguntando una y otra vez lo mismo como si quisiera comprobar que las respuestas también son las mismas. Posiblemente necesite certezas en las respuestas como contraste a la incertidumbre que le generan las preguntas. Rafael Hernández decía: «La muerte acompaña al hombre desde el despertar de su conciencia como un enigma indescifrable. Ningún otro ser siente esta incertidumbre con tanta intensidad, ningún otro ser participa de esta fuente de esperanza y desesperanza.»
Y precisamente por ello se hace ineludible escuchar las inquietudes que la muerte y la propia existencia despiertan en la infancia. Hablar de la muerte y del dolor que conlleva es un paso esencial para convertirse en un adulto emocionalmente sano. «La experiencia de la muerte es algo que pertenece desde el principio a la naturaleza humana. Tan pronto como nacemos empezamos a morir. Niños y niñas no suelen tardar demasiado tiempo en darse cuenta de ello. Por esta razón pretender ocultarles este fenómeno supone ponerles de espaldas a sí mismos, a su más íntimo ser» (Mèlich, 2003).
Estamos en un tiempo de gran complejidad donde la ambivalencia de ideas se hace si cabe más patente. Por un lado, el tema de la muerte todavía sigue siendo un tabú y hablar sobre ella de manera normalizada cuesta: quizá porque produce dolor, porque nos pone ante nuestra propia finitud, porque no tenemos las herramientas suficientes o las habilidades necesarias para ello… Y por otro lado, el tema de la muerte o de la enfermedad que la puede causar está más presente que nunca en medios de comunicación o en conversaciones familiares, a los que los niños y las niñas no son ajenos. Se puede decir que ha emergido la consciencia de la fragilidad humana que, de alguna manera, la sociedad del bienestar escondía.
Además, en el caso de la escuela, posiblemente a todo esto se le une la falta de tradición pedagógica y curricular. Es decir, en muchos casos se ha considerado que tratar el tema de la muerte correspondía al ámbito familiar, vinculado casi siempre a unas creencias o a un culto determinado. Sin embargo, un abordaje sereno, sin juicios de valor asociados a creencias concretas, donde se transmitan ideas claras de lo que supone morir ayudaría a la infancia a entender la muerte como parte de la vida, porque precisamente la muerte es lo que nos convierte en mortales y la conciencia de mortalidad, en seres humanos.
La muerte no es ajena a nadie, tampoco lo es a la infancia. «Desde los 3 años de edad se abre un periodo óptimo para poder incluirla en el currículo y tratarla educativamente, tanto en su vertiente “previa” como “posterior” a una eventual vivencia trágica. La escuela debe saber qué hacer y cómo intervenir didácticamente en tales situaciones, tanto desde la perspectiva de la planificación como de la comunicación educativa» (De la Herrán, 2021). En este sentido, la pedagogía de la muerte se hace necesaria y la planificación pedagógica, imprescindible. No se deberían improvisar respuestas ni intervenciones, más aún cuando se trata de un tema recurrente e inevitable, inherente a la propia vida, con el que antes o después nos vamos a encontrar, y por tanto totalmente previsible.
Si no se toma en consideración el contenido general de la muerte de forma normalizada en la cotidianidad no estaremos mostrando la vida en su plenitud. «Creemos que, si desde las aulas, las familias, los medios de comunicación, las políticas educativas, etc., no se incluye la Educación para la Muerte como un contenido global, ordinario y normalizado, no se estará enseñando a vivir completamente» (De la Herrán y Cortina, 2007).
Pérdidas como la que Izadi está viviendo constituyen la esencia de la propia vida, y acoger el duelo de niños y niñas, un deber de las personas adultas. Como ya decíamos, hablar sobre la muerte y el dolor que conlleva con naturalidad y honestidad ayuda a cimentar el desarrollo emocional de la infancia hacia una vida más plena y consciente, y a percibirla en toda su complejidad (Kroen, 2002). Cuando se posibilita que los miedos afloren y se expresen incertidumbres estamos posibilitando también el desarrollo de estrategias personales de afrontamiento.
La infancia, siguiendo su propia lógica, es capaz de construir explicaciones válidas que irá modificando conforme avance en la comprensión del concepto adulto de la muerte. Por tanto, es importante conocer qué saben para poder ajustar la respuesta a sus necesidades concretas. Serán ellos con sus gestos, juegos, afirmaciones o preguntas quienes nos guíen en nuestra actuación. Así, cuando hablemos con Izadi, tendremos que saber, por ejemplo, que las respuestas que demos tienen que ser claras, directas y sin eufemismos, porque a su edad su pensamiento es concreto y la literalidad del lenguaje es la que la va a ayudar a empezar a comprender conceptos abstractos. Pero, además, debemos saber también que ella continuará preguntando dónde está su abuelita, porque para ella eso de morirse no es irreversible, ni permanente, ni definitivo, y posiblemente espere verla algún día sentada en el sillón. A los tres años la muerte es percibida como algo temporal o pasajero, se suele vincular al movimiento (está muerto lo que no se mueve) y no se hace extensiva a todo ser viviente. Sin embargo, sí que empieza a haber una incipiente noción de causalidad.
Hacer partícipes a niños y niñas de despedidas o rituales funerarios les ayudará a ir entendiendo el hecho de la pérdida y les permitirá ver las diferentes maneras de afrontarlo que las personas adultas demuestran.
En este sentido, hay situaciones de pérdida que pueden resultar más fáciles de gestionar que otras, como la que se describe en este artículo. Parece que hablar sobre la muerte de una persona de 94 años puede resultar más fácil, entre otras cosas, por la idea generalizada de que le ha llegado «su momento» de morir. Son estos casos muy adecuados para hacer partícipes a los niños y a las niñas, porque se puede mantener la calma necesaria a la hora de transmitir el hecho de morir con serenidad y claridad suficiente.
Las circunstancias en las que se ha producido el deceso, el vínculo afectivo que se tiene con la persona fallecida, así como su edad, pueden condicionar en gran medida la manera de afrontarlo y el proceso de duelo; también la capacidad que se tenga para exteriorizar emociones, las experiencias personales previas con la muerte y la manera de afrontarlas, la elaboración adecuada de duelos anteriores, etc. Es importante tener en cuenta que, para poder acompañar a la infancia desde el respeto profundo y el no juicio, la persona adulta debe haber reflexionado previamente sobre todo ello y ser consciente de que, si se proyectan miedos propios, se estará dificultando el desarrollo de estrategias personales de afrontamiento. Acoger a una persona en duelo significa acompañarla con presencia, en el presente, sabiendo que es una reacción natural y normal a una pérdida y que al tratarse de un proceso activo es adaptativo y dinámico, con un comienzo y un fin (Poch y Herrero, 2003).
Idoia Sara Pérez, consejo de redacción
de Infancia en Navarra.
Bibliografía
Cortina, M., y A. de la Herrán. «Fundamentos para una pedagogía de la muerte». Revista Iberoamericana de Educación, 41/2 (2007).
Herrán, A. De la. La muerte y su didáctica en Educación Infantil, Primaria y Secundaria. Madrid: UAM.
Hernández Arias, J. R., y E. Saric. La muerte. Una antología. Madrid: Valdemar, 2000.
Kroen, W. Cómo ayudar a los niños a afrontar la pérdida de un ser querido. Barcelona: Oniro, 2002.
Mèlich, J. C. «Por una pedagogía de la finitud». Aula de Innovación Educativa, 122 (2003), pág. 39-40.
Poch, C., y O. Herrero. La muerte y el duelo en el contexto educativo: reflexiones, testimonios y actividades. Barcelona: Paidós, 2003.