Página abierta. ¿La infancia dónde queda?

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Todo pasa por lo mismo. Nos formamos, compartimos conversaciones, leemos, nos reinventamos y siempre volvemos a la base: el niño. La escuela cambia la sociedad, estamos en continuo aprendizaje y revisión, pero este aprendizaje nunca puede olvidar el punto de partida: la infancia.

Somos maestros y maestras y tenemos una función educativa en nuestra sociedad. ¿Para quién hacemos la escuela? ¿Para quién somos en la escuela? Podríamos abocarnos a un largo debate, pero seguro que compartiríamos que estamos allí por ellos, los niños y las niñas, que día tras día dan sentido a la escuela. Acompañamos a las familias en esta tarea tan compleja y maravillosa que es la educación de sus hijos e hijas. Pero el objetivo principal es acompañar a los niños y niñas en su descubierta e interpretación de este mundo. Desde la escuela, ampliamos su ventana a la vida, ofreciendo más contextos y relaciones de crecimiento.

Por lo tanto, en estas semanas de confinamiento, compartiendo conversaciones y formaciones, me doy cuenta de que el niño es la esencia de todo. Si no profundizamos en él, todo lo que construyamos sin una buena reflexión de su concepto se caerá.

Ya podemos llamarnos escuela innovadora, escuela viva o escuela abierta, que si el concepto de niño no es compartido con el equipo, reflexionado y puesto en valor tanto sobre el papel como en la práctica, podríamos encontrarnos siendo una escuela muy abierta o viva, pero muy viva y abierta para los adultos. Pero, y en todo este concepto, en todo este escenario educativo, ¿dónde están los niños y niñas? ¿Dónde quedan?

La escuela y la concepción de la infancia han ido cambiando con el tiempo. Antes las escuelas se consideraban fábricas de conocimiento; ¿lo somos aún?

¿Somos fábricas de conocimiento, en las que la producción esencial y clave son remesas de ciudadanos eficientes, productivos y preparados para el mundo laboral? Que hagan avanzar el país, sobre todo. ¿Nos consideramos eso? Si así fuera, partiríamos de un niño o niña que queremos «domesticar», todos al mismo ritmo y todos con el mismo objetivo final.

Sabemos qué queremos que aprenda, en qué momento debe aprenderlo, cómo queremos que aprenda y, quizá no tanto, para qué debe aprenderlo. Debe hacerlo porque es lo que toca, lo que se impone y lo que hay. Porque hay un adulto que lo sabe todo y un niño que no sabe nada, que necesita conocer lo que quiere el adulto.

Este es un posible concepto de niño, de escuela y de adulto. Pode-mos imaginarnos cómo será su día a día. Un día a día en el que es el adulto quien decide quién, cómo, cuándo, con quién y de qué forma consume escuela. Porque eso, ya me perdonarán, no es vivir la escuela, es consumirla con un embudo y de cualquier forma.

Si profundizamos sobre la concepción de infancia podemos encontrar definiciones como la del Diccionario de la Real Academia Española, que nos dice: «Período de la vida humana desde el nacimiento hasta la pubertad.»

Es una etapa en la que la persona debe disfrutar de especial protección, como se refleja en la Convención sobre los Derechos del Niño, un documento que hay que considerar básico, capital e imprescindible. Es imperdonable no partir de aquí como maestros y maestras.

Estos derechos son esenciales. No hay opción, es nuestro deber y nuestra responsabilidad velar por su cumplimiento. Y son nuestros como profesionales que acompañamos a la infancia, y, de igual forma, tenemos que luchar si alguna administración no los cumple. Son derechos y debemos tomarlos como tales.

El niño, como nos decía Mala-guzzi, es portador de derechos. Pero, ¿eso qué significa? ¿Somos plenamente conscientes de lo que implica? ¿Los lleva consigo, estos derechos, o dependiendo del contexto y de la realidad que viva podrá disfrutar de ellos o no? En mi humilde opinión, «portador de derechos» implica que son propios, que no te los pueden negar y que, además, el contexto social y político debe garantizar su cumplimiento de estos derechos sin distinciones.

Si nos adentramos en esta Convención sobre los Derechos del Niño, encontramos algunos específicos que están en estrecha relación con la escuela. Uno de ellos, y para mí uno de los que deberíamos partir como escuela, es el artículo 12: «El niño tiene derecho a expresar su opinión y que esta sea tenida en cuenta en todos los asuntos que lo afecten.»

Es un derecho muy claro y contundente, con pocas falsas interpretaciones. La opinión del niño y tenerla en cuenta. ¿Lo respetamos?
Desgraciadamente, no siempre lo tenemos en cuenta. Y es aquí donde debemos profundizar y destinar nuestros esfuerzos. Consi-dero que tenemos el deber y la responsabilidad de garantizar y velar por los derechos de los niños. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?
¿Aceptamos que un niño nos diga un no (no quiero, no me apetece, no quiero ir aquí, prefiero ir allá)? ¿Qué reacción nos despierta? Los niños tienen todo el derecho a vivir, pensar y sentir lo que les venga en gana. Son personas libres, diferentes de nosotros y únicas. Con ritmos, intereses e inquietudes muy diversas. ¿Dónde quedan como personas, cuando no aceptamos sus opiniones?

El niño es la esencia de la escuela, el que da sentido a cada espacio, a cada propuesta. El que da sentido a la función de la escuela. El que da o debería dar sentido a la organización diaria.

Hablar de niño puede ser un discurso muy amplio. Disponemos de grandes definiciones y conceptos de niño, grandes aportaciones de pedagogos y maestros que nos hablan de este concepto y lo ponen en valor.

Esta concepción ha ido cambiando y modificándose con el tiempo, se ha ido enriqueciendo y, sobre todo, perfilándose.

Este niño, poco a poco, nos ha mostrado que teníamos que modificar, cambiar y transformar algún aspecto suyo. Que lo tratábamos como una tabula rasa que debíamos llenar, llenar de contenidos, de creencias, de experiencias, como más mejor. Teníamos que hacer bits, buscar mucha música, muchos inputs. Es una esponja, pensábamos, ahora lo retiene todo. Las lenguas, mejor que las aprenda a las primeras edades. Cantidad y cantidad eran garantía de aprendizaje y desarrollo. Como más aprenda ahora, mejor futuro tendrá, nos pensábamos.

Por suerte, esto va cambiando. No sé si al ritmo que el niño necesita o si la espera es demasiado larga. Pero estamos transformando esta concepción.

Los diferentes proyectos educativos de centro son los textos que guían y describen aquello en lo que basamos nuestras acciones educativas, no pueden quedar en papel mojado. No pueden ser solo una declaración de intenciones, una visión de lo que querríamos ser. Los proyectos educativos de centro deben ser lo que somos, lo que pensamos, lo que decimos, lo que ponemos en valor en palabras. Es decir, deben ser el reflejo del día a día que los niños ven al pasar la puerta de entrada de la escuela.

No nos podemos quedar solo en la teoría, en las palabras bonitas.

¿Qué implica considerar a un niño curioso, investigador, constructor de su aprendizaje? ¿Qué realidad da respuesta a este niño en el que creemos? Básicamente, creo que lo que implica más, de lo que debemos partir, es la honestidad y la humildad, la reflexión y la crítica y el análisis continuos. Que no es poco.

¿Qué hacemos en las escuelas? ¿Qué se vive y cómo lo vive cada persona? Planteémonos lo que tenemos escrito, analicémoslo con sinceridad, con capacidad de mejora, siempre. Debemos garantizar que el niño que imaginamos en nuestros pensamientos y escritos tenga sitio en la vida real. Necesitamos ser coherentes siempre, en todo momento. Estando en equilibrio entre la teoría y la práctica. Siendo conscientes de quiénes somos en el papel y quiénes somos en la realidad.

El niño es lo que el adulto quiere ver 
El niño será lo que los ojos del adulto que lo acompañe quieran mirar, dependerá de las gafas que se ponga al entrar en clase y de las diferentes situaciones en las que se encuentre. Esta mirada del adulto es esencial, del adulto presente que vive y convive el sentido de vida compartida.

Podríamos hablar de ello y profundizar, mencionando conceptos como afinar la mirada, rigor profesional, documentación, observación, escucha… y no tengo ninguna duda de que necesitamos formarnos en eso. Pero el primer paso será valorar al niño como lo que es y creerlo. Eso nos hará pararnos. Y de aquí partirá todo. Parar nuestro reloj interno, nuestra cabeza, que piensa en trabajo, trabajo y trabajo. Pararnos en él, en el niño.

El niño nunca puede quedar en el lugar que interesa al adulto. Es una persona libre e independiente. Esta parada, para afinar nuestra mirada y nuestra escucha de este niño que queremos acompañar de forma real en nuestro día a día, necesita que lo miremos con todos los sentidos. Sin expectativas, ni juicios que marquen nuestra mirada. Con una mirada limpia, pura y muy abierta, capaz de captar la esencia de cada niño de forma única.

El niño será lo que el adulto esté dispuesto que sea
Y necesitan que garanticemos que en nuestro día a día tienen el espacio y el ambiente en el que pueden ser lo que son: niños y niñas. Que merecen una escuela que los acoja como únicos y diferentes y que, por lo tanto, vele por una realidad que acoja cada uno de los intereses e inquietudes que tienen dentro del grupo, que respete los ritmos y los tiempos de cada cual. Que podamos garantizar un espacio en el que la vida sea real.

Una vida en comunidad, en relación, en construcción y en investigación. Una escuela que vive para encontrar el sentido al vivir. Buscando lo que mueve, remueve y emociona. Una escuela que aprende día a día y que se hace preguntas constantemente, como la mente de los niños y niñas. Porque de ellos nos queda mucho por aprender.

No nos paremos en la reflexión y en la búsqueda del porqué. Generemos discursos, busquemos debates que construyan y reconstruyan la identidad de la escuela que acoge a cada persona. No nos podemos quedar solo en crear el discurso: debemos creérnoslo. Como individuo y como equipo.

¿Realmente nos creemos al niño y estamos convencidos del concepto de niño del que partimos?
Por lo tanto, creer en un niño curioso, competente, protagonista, único… implica una mirada muy concreta del adulto. Una organización muy cuidadosa en la que este niño pueda ser realidad. Una actitud de acompañamiento consciente y segura que depende, sobre todo, de qué posición adopta en el día a día, de qué mano ofrece y tiene. Esa mano que no juzga, que no tiene prisa, que no compara, que no marca el camino. Esa mano que observa, que está ahí, que escucha, que sostiene, que reflexiona, que planifica de forma real y con sentido, una mano prudente, una mano que deja decir, hacer y pensar. Una mano cercana y humilde que quiere compartir, aprender y crecer con los niños y niñas.

Demos valor real a la infancia, luchemos si nos lo creemos. Intentémoslo, que no quede en el intento. Volvamos a la base y hagamos real esta persona que imaginamos. ¡Trabajemos en ello! Demos al niño, a la niña, el lugar que merece y que tiene el derecho a tener. Creemos una realidad que le permita ser y estar en el punto central, en el punto de mira y en el punto de inflexión, que dé sentido a cada acción, a cada búsqueda y a cada investigación.

Ellos tienen todo el derecho y nosotros tenemos todo el deber.

Natàlia Grifé, maestra de la Escuela Infantil Municipal Lola Anglada,
Lloret de Mar.

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