A punto de estrenar un nuevo curso, queremos hacer una reflexión sobre algo que nos está preocupando: los malos influencers educativos, esos tiktokers o instagramers que, riéndose abiertamente de la escuela y de sus maneras, logran tener miles de seguidores que con fruición visionan sus delirantes vídeo que estriban entre lo satírico y lo sarcástico.
Esto no es nada nuevo, desde siempre han circulado imágenes de exámenes, fragmentos de conversaciones y burlas del profesorado al alumnado, a sus compañeros, a los equipos directivos, a las familias y a la sociedad, pero, en este momento y con el soporte de las redes sociales, ha alcanzado un nivel pandémico. Quizá buscando un nuevo nicho de mercado ya son muchos los que han optado por mostrar la cara fea de la profesión. Es un nuevo avatar. Hemos pasado del docente orfebre que comparte sus filigranas didácticas, de los que con amor angelical anuncian la buena nueva educativa, de los frikis que quieren innovar a toda costa, hasta llegar a esta vertiente irónica o satírica que flaco favor hace a la profesión, a la imagen que la sociedad tiene de los educadores y a todos nosotros. Cuando lo negativo se normaliza, lo positivo se convierte en extrañeza.
Esto no quiere decir que no haya quien haga crítica constructiva con elegancia e ingenio. Nos vienen a la mente algunos de los montajes de Maestra de Pueblo, que combinaba fotogramas de películas clásicas con un breve texto en el que, con una precisión quirúrgica, retrataba algunos de los males comunes a la escuela con los que todos concordábamos. Lo que estamos viendo ahora no apela a la inteligencia, ni al humor ni a la mejora educativa.
Nunca incurrimos en la ingenuidad de creer ni de mostrar una escuela happy en la que todos nos miramos y nos amamos, o en la que todo va bien. Es más, nosotras siempre defendimos que era necesario hablar de la cara A y la cara B de la profesión, puesto que mostrar solo lo positivo sería foco de frustración de los que un día u otro tenemos tropiezos. Pero una cosa es no idealizar la profesión y otra muy distinta es burlarse de ella.
Si bien siempre nos han producido pudor ajeno las maestras y maestros que entienden su labor como una heroicidad, más pudor y vergüenza nos dan estos malos influencers. No engañemos a nadie ni nos engañemos: ninguno de nosotros iríamos a la escuela si no nos pagasen por ello, pero debemos recordar que nos pagan por ir a realizar nuestra labor con profesionalidad y con dignidad
–con los demás y con nosotros mismos–.
En algún momento, todos nosotros hemos deseado evadirnos de un claustro, perder de vista a un padre o a un compañero; todos deseamos que lleguen los viernes y las vacaciones; todos nos resistimos a los lunes, al tedio escolar o a la rutina; todos procrastinamos dejando lo burocrático para mejor ocasión; en algún momento todos nos ensoñamos pensando en otras ocupaciones más relajadas o divertidas. Pero, sea como fuere, esta es la profesión que hemos elegido y, si no es lo que esperábamos, en nuestras manos está cambiar, bien marchando, bien aportando mejora. Si optamos por dedicarle nuestros días, lo único que nos hará la vida más grata es edificar en positivo. Sin misticimos, debemos recordar que atraemos aquello que pensamos. Por tanto, el hecho de comportarnos como villanos nunca nos dará esa felicidad y tranquilidad laboral que todos anhelamos.
Nos constituimos como maestras o maestros con lo que mostramos, lo que consumimos, lo que ensalzamos y lo que toleramos, de modo que convendría empezar a decirles a estos influencers que quizá la escuela no sea su lugar, que hay otros espacios para los monologuistas. Les haremos un favor y nos lo haremos a nosotros mismos.
Este será uno de nuestros propósitos para el curso que ahora comenzamos.
Ángeles Abelleira e Isabel Abelleira, maestras de Educación Infantil.
