Mara, queremos acercarnos a tu recorrido profesional, pero también al eje vertebrador de tu pensamiento educativo. ¿Podrías contarnos cómo se produjo tu entrada en el mundo de la educación?
Mi formación superior fue en el ámbito artístico. Fui a la escuela de arte de mi ciudad, Reggio Emilia, concretamente al liceo artístico. Era una formación que te preparaba para dedicarte a campos específicos como la pintura, la cerámica o la proyección artística, o para enseñar educación artística en escuelas.
Al acabar la escuela de arte, a finales de los años sesenta, vivíamos un momento de intensas transformaciones sociales y culturales. Era una época en que se nos pedía mirar en muchas direcciones, pensar en grande. Yo, como mujer joven en ese momento, nunca habría imaginado que acabaría trabajando en la enseñanza. Pero sucedió algo inesperado.
Comencé a colaborar con un estudio de arquitectura y fue allí donde conocí a Loris Malaguzzi. Él estaba trabajando con los arquitectos en el diseño de una nueva arquitectura para un nido de infancia (0-3 años). Se trataba de unir pedagogía y arquitectura, una idea profundamente innovadora.
Yo estaba allí por casualidad, y sin saberlo, ese encuentro me cambiaría la vida.
¿Qué ocurrió en ese primer encuentro con Loris Malaguzzi que terminó marcando el rumbo de tu vida profesional?
Malaguzzi quería crear un prototipo de arquitectura relacional, que pudiera sostener una pedagogía también relacional. En ese momento histórico tan particular, Reggio Emilia ya contaba con una tradición de escuelas municipales para la infancia, impulsadas primero por mujeres y asociaciones, y más adelante por la administración pública.
Esta confluencia de historia, política, arquitectura y pedagogía dio lugar a una propuesta revolucionaria: una nueva experiencia educativa, pública, laica y de calidad, que se quiso llamar escuelas de los niños, no para los niños. Esta elección semántica ya expresa un cambio de paradigma.
En ese contexto de transformación social y educativa, ¿surgió la figura inédita del atelierista dentro de las escuelas de Reggio Emilia?
Sí! Una profesional con formación artística, que trabajara en las escuelas infantiles junto a los maestros. La palabra “atelierista” no existía en italiano, fue un neologismo, nacido de la necesidad de nombrar lo nuevo. Procede del francés atelier, que era el espacio del artista o del artesano.
Malaguzzi, con su capacidad de imaginar futuros aún inexistentes, pensó que esta figura del mundo del arte podría enriquecer profundamente la cultura pedagógica.
¿Tuviste claro desde el principio que ese podía ser tu lugar, tu rol dentro del proyecto?
Dudé mucho, pero finalmente lo hice. Un día, Malaguzzi me dijo: “Tú has estudiado arte, presenta tu candidatura al concurso público.” Superé las pruebas y entré en este mundo desconocido. Lo que encontré allí me ha mantenido hasta hoy, cinco décadas después.
¿Cómo definirías el perfil del atelierista y su contribución a la vida de la escuela?
En nuestro contexto estamos acostumbrados a pensar en los especialistas como figuras que dan clases cerradas en horarios concretos. El atelierista no tiene nada que ver con eso. Es un perfil con competencias propias, que dialoga constantemente con otros profesionales: educadores, maestras, familias, niños.
El atelierista trabaja de manera colectiva, no en soledad. Es un rol profundamente vinculado a la democratización de la relación educativa. Cuando los adultos trabajan juntos, se garantiza una mayor equidad en la experiencia de los niños.
Una dimensión clave de tu trabajo ha sido tender puentes entre la poética del arte y el contexto educativo. ¿Cómo entiendes esta relación?
No se trata de enseñar sobre artistas o reproducir sus obras. Se trata de otra cosa. Se trata de interpretar el proceso creativo del artista como un proceso humano —el mismo que vive el niño en su exploración del mundo—.
Ahí es donde reside la conexión entre artistas y niños: en el proceso creativo. Ambos exploran, investigan, interpretan. Y es en este encuentro donde nace algo nuevo. La obra, en este caso, no es el objetivo, sino una consecuencia del proceso.
¿Qué les ofrece este enfoque artístico a los niños y niñas en su manera de mirar y habitar el mundo?
Permite que los niños y niñas vivan relaciones sensibles y empáticas con el mundo, con los otros, con los elementos vivos y no vivos. A través de este trabajo, promovemos una mirada poética sobre la realidad. Les ayudamos a construir una sensibilidad, una estética, una ética de la relación.
Cada artista tiene una poética: un conjunto de valores, significados, una mirada que orienta su obra. Si desde la escuela permitimos que niños y niñas vivan con libertad sus experiencias, también desarrollan su propia poética. Lo importante es imaginar contextos de experiencia donde esa poética pueda expresarse.
No es necesario conocer directamente las obras para conectar con el mundo del artista…
¡Exacto! Lo importante es interpretar los valores que lo guían y hacerlos accesibles para la infancia a través de propuestas pedagógicas que estimulen su pensamiento libre, su sensibilidad, su capacidad de relación.
En definitiva, el desafío ha sido siempre este: traducir, sin reducir, los lenguajes del arte para que puedan entrar en diálogo con los lenguajes de la infancia. No como una transmisión, sino como una experiencia compartida de creación, de escucha y de transformación.
A menudo se habla de creatividad en educación, pero no siempre se entiende en profundidad. ¿Qué significa para ti la creatividad en el ámbito pedagógico?
La creatividad debe entenderse como una capacidad de la mente humana —disponible para todos— que atraviesa y enriquece todos los ámbitos de la experiencia. Surge un desafío fundamental: construir contextos de experiencia en los que los niños y niñas puedan activar su propia creatividad en diálogo con la de los artistas. No se trata de imitar, sino de propiciar resonancias auténticas que pongan en juego ese potencial creativo presente en todo ser humano.
Desde esa perspectiva, ¿cuál es el verdadero propósito educativo cuando hablamos de infancia, arte y proceso creativo?
El objetivo educativo no es enseñar arte como un producto, sino generar oportunidades vivas, reales, en las que la experiencia poética del arte y los procesos creativos de la infancia se encuentren y se transformen mutuamente.
Y como finalidad, estar junto a niños y niñas en su camino de crecimiento significa acompañarlos de verdad, con presencia y confianza, para que puedan cultivar una inteligencia creativa y una libertad expresiva que los ayude a convertirse en personas críticas, libres y capaces de no aceptar pasivamente lo que el mundo les impone. Permitirles vivir plenamente sus propios procesos creativos no es solo una cuestión pedagógica, sino una apuesta por su desarrollo humano más profundo. Esa es la gran potencia de una relación auténtica entre la infancia y el arte: generar espacios donde los niños y niñas no solo expresen, sino que también piensen, se transformen y generen sentido. Porque, más allá de los discursos vacíos que a menudo rodean el uso del arte en la educación, lo esencial es comprender que esta conexión puede ofrecer verdaderas oportunidades de crecimiento, subjetividad y libertad. Esa es la dirección hacia la que queremos acompañar al ser humano en construcción: hacia una vida creativa, crítica y plenamente vivida.


