Experiencias. El aula de grado inicial en tiempo de pandemia

Pandemia. Cuarentena. Aislamiento. Separación. Algo de caos por el desconcierto.

En nuestro caso, las vacaciones de junio pasaron a marzo. A nadie se le pasó por la cabeza que la cuarentena se extendería mucho más de los 40 días, que el abrazo estaría prohibido, el contacto con los otros sería relegado a las redes sociales y que el aula estaría cerrada.

¡ah el aula! Ese pequeño espacio en una escuelita casi en la esquina del cielo, donde se escucha más el sonido del viento que los carros y los afanes. Donde la mañana huele a rocío, se calienta con los tímidos rayos del sol y el imperante verde de la montaña entra por la ventana para anunciar la llegada de 30 chicos de 5 años. Algunos entran temerosos porque es su primera vez en este espacio, otros entran confiados despidiéndose de sus padres como si fueran veteranos en el asunto. Pero en esencia, todos llegan al aula a construir un mundo especial, un mundo nuevo. La maestra, con el corazón vibrando de emoción por conocer esas 30 almas, recibe a los niños en la puerta con una sonrisa, a los que lo permiten, con un abrazo y por supuesto con un caluroso: “hola, te estaba esperando”.

Cuatro paredes tiene el aula. Al frente un tablero con el típico abecedario, a la izquierda un mural de animales pintado por algunos padres en los años pasados, tras el ventanal que permite ver los colores de la montaña, las vacas a las 10 de la mañana cuando pasan con el campesino y los perritos callejeros que se pasean tranquilos de un lado a otro. A la izquierda una pared blanca, a la espera de un nuevo grupo de niños que se apropie de ella para llenarla de sueños, expectativas y aprendizajes.

6 mesas en hexágono, 30 sillas de colores del tamaño de un pequeño de 5 años, un armario con juguetes, fichas, instrumentos musicales, títeres y balones. Una caja de libros que contienen miles de historias que se descubrirán a lo largo del año. El escritorio de la maestra al que no le cabe mucho porque se convierte en un jardín de flores cada mañana y la silla casi sin usar.

Al cerrar la puerta del aula, esta se convierte para la maestra de primera infancia en un laboratorio de construcción de experiencias que, desde el diálogo, la escucha, la lectura y la escritura, llevan a los niños a desarrollar habilidades comunicativas, socio afectivas y culturales que los identifiquen como sujetos que hacen parte importante y fundamental del lugar en el que se encuentran. Los niños en el aula son parte del equipo, cuestionan, debaten, tejen redes de apoyo, discursos de sus realidades, intereses, necesidades. Construyen junto con la maestra las rutas de aprendizaje que van a transitar.

Esta esquina del cielo, está ubicada en el barrio San Rafael en la comuna 4 del municipio de Soacha Cundinamarca, dentro de la sede Paz y Patria de la Institución Educativa Buenos Aires, con familias pertenecientes a un estrato socioeconómico 1 y 2 que en su mayoría se dedican al trabajo informal e independiente. Algunas de las familias de esta población son pertenecientes a grupos desplazados por la violencia, víctimas del conflicto armado colombiano, o migrantes venezolanos. Quienes buscan refugio en el municipio de Soacha con la intención de encontrar oportunidades para mejorar su calidad de vida y bienestar.

La mayoría de los miembros de estas familias, que algunas veces se agrupan varias de ellas en un mismo domicilio, son menores de edad o adultos muy jóvenes con poca escolaridad. Los niños y adolescentes estudian, casi todos, dentro de la misma institución educativa, sin embargo, debido a los pocos cupos existentes en las instituciones educativas oficiales, algunos menores se encuentran sin escolaridad permaneciendo solos en sus casas y sin ningún tipo de actividad o acompañamiento de un adulto, por lo que están más expuestos y proclives a las dinámicas sociales de riesgo que se presentan en el contexto al que pertenecen.

Asimismo, los adultos, pueden ser caracterizados en dos grupos. En el primero de ellos encontramos a padres y madres jóvenes que a lo sumo han cursado hasta el bachillerato, y debido a que han asumido un embarazo temprano, a su condición económica, a su desconocimiento o desinterés, tienen pocas posibilidades de ingresar a carreras técnicas o universitarias. El segundo grupo son los abuelos, que en su mayoría estudiaron únicamente la básica primaria, algunos ni siquiera aprendieron a leer o a escribir alfabéticamente, y buscan ocupar su tiempo en diversas labores económicas independientes que les permita contribuir al sustento del hogar o, en otras ocasiones, mientras los demás adultos trabajan, son ellos (abuelos) quienes están encargados del cuidado de los menores que asisten a la institución educativa.

Pero volvamos al inicio. Se terminaron las vacaciones de junio en la primera semana de abril y la pandemia se hizo más fuerte, así que el aula, continuó cerrada. Las instituciones educativas tuvieron que echar mano de los recursos virtuales que el gobierno propuso: plataformas digitales como clasroom, teams, meet, zoom, etc., eran la forma “más fácil” de conectar a los niños y los maestros a una nueva modalidad educativa que exigía el aislamiento preventivo de las personas.

Sin embargo, ¿cómo podríamos dar clases los maestros de aquellos estudiantes que no tienen acceso a dichas plataformas? Paradójicamente, en pleno siglo XXI no todas las familias tienen acceso a un computador o a redes de internet. La mayoría de las familias de “la montaña” tienen que elegir entre darle de comer a sus hijos y pagar una conexión a internet o entre pagar el arriendo de sus hogares y comprar un computador. Pero los colegios y los maestros igual, debían continuar dando clases.

Entonces surgió una idea poco convencional pero quizá la más cercana a las realidades de “la montaña”: crear un grupo de WhatsApp con las familias del aula de grado inicial y comenzar a hacer un acompañamiento desde esta estrategia virtual. A esto se le denominó: “Escuela en casa” y el aula pasó de ser un hermoso rincón en una escuelita casi en la esquina del cielo a reducirse a un pequeño celular que, al parecer, todos sabían manipular. El aula ahora en un celular. Pero no una sola aula, porque para aquellas familias en donde hay entre 3 y 5 hijos un solo celular tuvo que multiplicarse para ser el aula de preescolar, tercero, quinto, séptimo o cualquier otro grupo. Una sola mamá acompañando el aprendizaje de sus hijos, al tiempo debía cocinar, hacer hogar y quizá cuidar al que aún no está escolarizado. Una sola mamá que en muchos casos no tiene más que la educación básica. Una sola mamá cabeza de familia que depende de su empleo informal para darles de comer a sus hijos. Una sola mamá que quizá no es mamá sino tía, abuela o cuidadora. Con suerte, uno que otro papá.

Mientras tanto la maestra, alejada de sus estudiantes y encerrada en su propia realidad, con su propio celular, computador y red de internet, mira una pantalla y piensa en el diseño de guías que de la manera más sencilla puedan lograr al menos la mínima parte de lo que ella hacía en el aula de la montaña con sus niños. ¿Cómo lograr que los papás le enseñen esto a sus hijos? ¿Qué palabras utilizar para que la guía quede clara? ¿Qué ayudas audiovisuales puedo utilizar para que los datos que tienen los padres en el celular alcancen para todo? Se levanta, da una vuelta por la casa. Busca más información por internet, tiene un mar de ideas, pero necesita aterrizarlas a una realidad quizá más ardua que solo aprender las vocales. La institución entra en el mismo dilema ¿qué queremos que los niños aprendan en este momento? ¿Continuamos con el plan de estudios como si estuviéramos de manera presencial? ¿Qué hacemos con estos niños que no se logran conectar? Empiezan a surgir nuevos términos: sincrónico, asincrónico, flexibilidad curricular, alternancia, etc.

Pero en realidad ¿es todo esto más importante que pensar en que nuestros chicos y sus familias están padeciendo hambre? ¿Qué a algunos niños los están golpeando por hacer “una travesura” mientras están encerrados en casa? ¿Qué las familias están discutiendo entre sí? ¿que la pandemia arrebató empleos informales de los cuales sobreviven la mayoría de ellos? ¿Qué algunos ni siquiera tienen seguro médico que les garantice atención en caso de contagio? El computador se oscurece y la maestra vuelve a su realidad: la guía de las vocales. Piensa: “Graba un video casero para que los niños te vean y sientan esperanza de que algún día esto acabará. Eres la maestra y ellos van a creer en aquello que digas”.

Al grupo de WhatsApp se envía el video con la primera guía, las instrucciones se dan a través de audios porque los chicos aún no decodifican el mensaje escrito en el celular. La maestra da todo de sí para que las instrucciones sean claras y los padres puedan seguir al pie de la letra “una receta” para enseñar las vocales. Profe mi celular no descarga archivos en PDF. Profe no puedo descargar el video porque mi celular no tiene casi memoria. Profe no escucho bien su audio porque mi celular no es tan sofisticado. La maestra se ve enfrentada a un sin número de situaciones desconocidas de su nueva aula.

Con dedicación escribe las instrucciones en el chat para que todos puedan tenerlas, usa emojis y stickers para hacer más interesante la lectura. Sube a sus estados de WhatsApp el video para que no tengan necesidad de descargarlo, toma pantallazo de la guía y la envía al grupo como imagen para quien no pueda descargar el PDF. Respira y sigue pensando en lo que pasará al otro día. Cada día pasa, con unas vicisitudes distintas a las del día anterior, pero con nuevas ideas que dinamizan el trabajo y que hacen de esta nueva aula, una mucho mejor.

Ahora bien, el aula por WhatsApp ya no tiene 30 niños de 5 años. Con suerte 10 o 15 conectados. Los demás, deben ser buscados a través de una llamada telefónica o con el contacto del vecino o del amigo. El trabajo para la maestra se intensifica porque tiene que buscar la manera de encontrar estos niños y no dejar que sean desescolarizados por deserción. Su mente vuela, ¿en dónde están los niños? ¿en qué ocupan su tiempo si no están recibiendo clase? ¿qué estarán comiendo si el refrigerio ahora llega una vez al mes y no alcanza a ser ni lo mínimo que un niño de 5 años necesita para su buen desarrollo? ¿cómo estarán pasando la cuarentena las familias que viven en un lugar muy pequeño? Siente cómo su alma se refresca cuando alguna mamá contesta, al menos así tiene alguna posibilidad de contacto con el niño. Se hacen acuerdos académicos entre las familias y el colegio, el trabajo se hará por llamadas, guías enviadas por correo o algunas impresas por la institución, lo importante es que la maestra tenga algún tipo de evidencias del “trabajo de los niños”.

Con el pasar del tiempo el aula, flexibiliza sus dinámicas y encuentra la manera de fortalecer habilidades en los niños desde el contexto real de la casa: clasificar los juguetes, nombrar los elementos de la cocina, describir a las personas con las que convive, ser colaboradores en las disciplinas del hogar, etc. Las recetas cambiaron y la maestra se dedicó a acercar a las madres, padres y cuidadores a los procesos académicos de los niños. Así las cosas, las familias, se convirtieron en aliados principales y fundamentales de los procesos realizados en la escuela. Se comenzó a cerrar la brecha entre el aula y la casa, empoderando a las familias en un rol corresponsable de formación. La escuela entró a las casas y las casas se convirtieron en escuelas. La maestra reflexiona sobre la resignificación del aula al volver, sobre el rol que desempeñarán las familias cuando dejen las pantallas y regresen a la montaña, sobre su rol pedagógico en los nuevos procesos.

Mientras tanto, el aula a través de un celular, se amplifica a la sala, a la cocina o al cuarto en el que se resguardaron los niños y sus familias. La maestra entró a ser parte de la cotidianidad de los hogares, a conocer las mascotas, las costumbres y las dinámicas de cada familia que al igual que los niños, son diversas. Y aunque el aula se adaptó a “la nueva realidad” y los niños, la maestra y las familias construyeron canales de comunicación que permitieron continuar “de manera normal” con los procesos académicos institucionales; la pared blanca del aula de la escuelita casi en la esquina del cielo, aún está a la espera de esos niños soñadores, investigadores, exploradores porque necesita de ellos para grabar allí sus memorias. Será muy significativo retornar, porque las voces de los niños volverán a rebotar en las paredes, las asambleas se volverán a construir como espacios significativos en donde se tejen experiencias de aprendizaje y de vida y los procesos de enseñanza y aprendizaje, tendrán un nuevo camino.

Mientras mira la pantalla, la maestra sueña con volver al aula presencial. Es increíble cómo puedes extrañar un lugar que ya se había hecho natural en la normalidad de la vida del que decidió ser profesor porque se supone inherente a la labor. Extrañar implica resignificar. Reflexionar sobre lo que ha sido el aula antes de la pandemia y lo que será después. Cómo esa aula tiene ya una identidad dada por la maestra entendiendo que pasa en ella al menos un 80% de su tiempo, cómo este es un espacio de crecimiento no solo profesional sino personal. Pero, además cómo lograr que el aula sea un mejor espacio para cada grupo que llega a llenarla al pasar los años.

La resignificación del aula se plantea desde una reflexión pedagógica que conlleva a la maestra a priorizar la formación humana de los niños que están dentro de ella. Amar el espacio del aula como un lugar sagrado de formación de aquellos que multiplican la información en sus casas y sus comunidades. Formar desde el amor, la empatía, la resiliencia y el trabajo en equipo. No porque esto no se haya hecho antes, sino porque se le debe otorgar un valor mucho más significativo desde lo real. Priorizar la escucha de los niños y las familias, construir mejores canales de comunicación con los padres, madres y cuidadores e invitarlos a la realidad del aula física para que se empoderen de su corresponsabilidad en la formación de los niños. Ayudar a las familias a equilibrar las cargas de su saber cotidiano con el saber pedagógico de la maestra, en un trabajo cooperativo por los niños.

Además, fortalecer las dinámicas de una institución educativa que ahora evoluciona y que necesita de maestros y maestras mucho más unidos, que no busquen solamente el desarrollo de contenidos en las aulas divididos por áreas, sino que prevalezca la reflexión por la formación humana integral. Que el saber se vuelva más cotidiano y el aprendizaje más aterrizado, que se desarrolle la autonomía en los estudiantes y que el colegio sea un lugar de construcción de experiencias significativas no solo académicas sino de vida.

Se apaga el computador y se termina la clase, pero la maestra no deja de soñar. Suspira y sonríe, porque sabe que pronto habrá un retorno a esa aula de la escuelita casi en la esquina del cielo, donde esos sueños serán una realidad. Donde ahora se pueda contar con nuevas herramientas tecnológicas que acompañen el aprendizaje, pero que nunca reemplazarán la figura del profesor, el abrazo, la sonrisa y la palabra que acompaña la formación humana.

Andrea Ocampo Rodríguez
Maestra de primera infancia

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